Hay verdades que duermen en las habitaciones del tiempo como los trajes de lentejuelas colgados en un vestidor olvidado. Son secretos que respiran a oscuras, envueltos en papel de seda, ajenos al juicio del mundo, pero cargados de una ternura insoportable. Uno de esos secretos acaba de abrirse como una flor seca en las páginas del libro Love, Freddie, de la periodista Lesley-Ann Jones, una mujer que, como los arqueólogos de la emoción, ha excavado hasta hallar el relicario más íntimo del dios del rock.
Freddie Mercury, ese Fausto de la ópera rock que pactó con la eternidad a cambio de morir joven, fue más que una voz, más que una máscara de felino egipcio bailando en el escenario. Fue también, según revela esta biografía, un padre. Y no uno simbólico, como lo es todo artista para su público, sino un padre de carne, de voz grave y dedos largos que acariciaban diarios íntimos con la misma devoción con la que tocaba un piano de cola.

La hija —llamémosla "B", como si llevara en sí el pentagrama de un secreto— nació en 1976, en el apogeo de la gloria, cuando Bohemian Rhapsody ya se había incrustado en la memoria colectiva como un himno barroco de libertad. Su madre, una mujer casada con un amigo del propio Mercury, se negó al aborto movida por su fe católica, y los tres —madre, padrastro y el propio Freddie— pactaron un modelo de familia tan fuera de libreto como el artista mismo: la niña crecería en una casa ajena, pero con un cuarto reservado siempre para aquel hombre que entraba y salía como el viento, pero hablaba por teléfono cada noche.

"Freddie Mercury es y fue mi padre", escribe "B" en una carta que abre el primer capítulo del libro, con caligrafía firme y una emoción que parece haber aguardado medio siglo para salir a flote. "Desde que nací hasta el final de sus días tuvimos una relación cercana y amorosa. Me adoraba. Me cuidaba. Me atesoraba como a una joya". Son palabras que no buscan audiencia ni dinero. Ella no quiere ser descubierta, ni reconocida. Vive en Europa, tiene su propia familia y una profesión ligada a la medicina. Lo que pide es silencio.

Y ese silencio habla. Porque en un mundo saturado de biografías donde todo parece mercancía, esta historia se presenta como una excepción: nadie ha pedido nada. Ni un euro. Ni un minuto de televisión. Solo el derecho a preservar una memoria compartida entre padre e hija, envuelta en la música de los días simples: un desayuno juntos, una llamada nocturna, un diario escrito a mano.

Freddie, según cuenta la autora, dejó a su hija 17 cuadernos personales, confidencias encerradas entre tapas de cuero y tinta. No figura en su testamento porque lo previsto fue otro: un acuerdo privado, legal, pero invisible, como los vínculos que de verdad importan.
Y mientras el mundo le recordaba en su relación con Mary Austin, o lo encasillaba en las páginas color salmón del cotilleo sentimental, Freddie vivía una paternidad silenciosa, como esas canciones que nunca interpretó en público pero que tocaba en la penumbra de su casa. Era, según Jones, un "padre entregado", que llamaba cada noche desde los confines de sus giras, que tenía siempre un lugar para ella en su corazón y en su vida errante.

Ella, que ha heredado su reserva, su deseo de anonimato, lo dice sin rodeos: "Vivimos una vida tranquila y anónima, y queremos que siga así. Nadie necesita saber quién soy".
Y tal vez tenga razón. Porque hay secretos que no deben ser revelados, sino honrados. Como una nota sostenida al final de una canción que solo el alma puede oír.
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