En el tablero invisible del poder, hay figuras que avanzan como un elefante con armadura, y otras que se deslizan con la suavidad de un pañuelo de muselina bordado en oro. Sheikha Moza bint Nasser, segunda esposa del emir emérito de Catar, no ha necesitado levantar la voz ni blandir la espada. Le ha bastado con caminar envuelta en turbantes imperiales y trajes a medida para que la ciudad de Londres se incline suavemente ante ella, como si besara el dobladillo de su túnica.
Sheikha Moza no es solo una reina del estilo. Es la arquitecta invisible de un nuevo mapa global donde Oriente y Occidente se dan la mano, entre la seda y el acero.
Mientras algunos aún se pelean por eslóganes o índices bursátiles, Sheikha Moza ha conquistado la capital británica con silenciosa contundencia. Su silueta elegante, que parece esculpida por los mismos artesanos que trabajan en los mosaicos de Doha, se ha vuelto familiar en Mayfair, en Knightsbridge, en la penumbra dorada de Harrods, que ahora le pertenece. Pero no es su vestuario lo que marca el compás de esta historia —aunque su armario merecería una sala entera en el Victoria & Albert Museum—, sino su visión estratégica, una mezcla de poesía árabe y cálculo financiero.

A través del fondo soberano catarí, Sheikha Moza ha transformado los rascacielos londinenses en piezas de ajedrez. The Shard, ese colmillo de cristal que muerde el cielo, tiene su firma. Bentley, Bugatti, Balmain, Valentino… nombres que antes eran sinónimo de lujo europeo hoy bailan al son de una partitura compuesta entre las dunas y el Támesis.
Pero no se trata solo de oro. Sheikha Moza tiene una cruzada: la educación. No la que se predica en discursos huecos, sino la que edifica naciones. En su oasis de sabiduría, Education City, conviven Georgetown y Northwestern como si el desierto fuera Harvard Square. Ha hecho del conocimiento un nuevo petróleo.
Y en ese Londres de tweed y tradición, donde el poder se sirve en tazas de té con discreción, ella ha sabido hablar el idioma de los siglos. No con palabras, sino con presencia. A veces, una sola mirada suya parece tener la gravedad de un tratado.
Como una moderna Scheherezade, no necesita mil noches para cambiar el curso de la historia. Le basta con una aparición impecable, un gesto medido, una inversión decisiva. Su leyenda no se escribe con tinta, sino con el perfume leve del poder