Hay políticos que se marchan en silencio, con la melancolía del funcionario jubilado que recoge sus macetas del alféizar del despacho. Otros, sin embargo, se quedan rondando los platós como almas que no quieren abandonar la luz del escenario. Miguel Ángel Revilla, con sus anchoas en ristre y sus soflamas de bar con vistas al mar, pertenece a esa segunda especie: la del líder folclórico que se ha confundido tanto con el paisaje que ya no distingue si es personaje o caricatura.

Pero hasta los mitos locales pueden tropezar. Y a veces, el bache no es el rey emérito, con quien ahora se intercambia demandas como si fueran sardinas en una feria, sino algo mucho más prosaico: un sumario judicial que huele a alquitrán caliente y a papeles mal doblados. La jueza Compostizo ha abierto el suelo bajo los pies del expresidente cántabro con la precisión de una geóloga experta en grietas morales. La trama que investiga no es literaria ni ideológica: es puro asfalto, mordidas y comisiones. Un jefe de Carreteras que cobraba por adjudicar contratos con más polvo que principios, una red de empresas que se turnaban la pala, y una familia entera —mujer e hijas— convertidas en buzones de dinero sucio.

Gira eterna por los programas de televisión

Revilla, mientras tanto, sigue en su gira eterna por los programas de televisión. Declara con esa voz de vendedor de lotería de puerto pesquero que jamás ha cobrado nada. Que todo lo que ha hecho ha sido por Cantabria y por España y por el sentido común. A veces incluso recuerda que va en tren a las entrevistas, como si eso lo exculpara de todo. Pero el tren también lleva carbón, y hay estaciones en las que uno tiene que bajarse aunque no quiera.

Mientras en Santander se acumulan pruebas, grabaciones, informes policiales y extractos bancarios que podrían empapelar la fachada del Parlamento regional, el expresidente mira al horizonte de la tele como quien contempla la bahía al atardecer. Ha dicho que pondría las manos en el fuego por su consejero caído. Pero el fuego, como se sabe, no perdona ni la candidez ni la fidelidad mal colocada.

La justicia, que avanza despacio pero sin pausa, ha citado a declarar a testigos y encausados como quien va montando una partida de ajedrez en la que Revilla aún no sabe si le toca ser rey o peón sacrificado. Mientras tanto, el mismo juzgado de Las Salesas será el teatro donde también se represente su duelo mediático con el rey Juan Carlos, en un cruce de fechas que parece escrito por un guionista con sentido del humor negro.

Revilla no tiene un enemigo. Tiene varios. Uno lleva bastón dorado y nostalgia de cazador africano; el otro, mucho más incómodo, viste toga y habla en términos técnicos de cohecho, prevaricación y blanqueo. Contra el primero puede defenderse con frases de bar y la complicidad de las redes sociales. Contra el segundo, sólo sirven los silencios bien asesorados y los abogados de verdad.

El problema no es la corrupción. Quizás no sea culpable. Quizás todo esto sea un malentendido judicial en mitad de un país que siempre confunde la picaresca con el talento. Pero cuando uno dirige un Gobierno durante décadas y bajo su techo florecen las mordidas como margaritas en primavera, la ignorancia deja de ser coartada y empieza a ser cómplice. Ahora, en las vísperas de un juicio que puede no llevar su nombre, pero sí su sombra, Revilla sigue vendiendo su imagen como si fuera un tarro de anchoas con denominación de origen. Lo cierto es que nadie sabe aún si acabará como mártir mediático, como viejo zorro que esquiva la trampa una vez más, o como estatua derribada en la plaza del pueblo. Lo que sí está claro es que su enemigo no es el rey. El verdadero peligro no lleva corbata real ni apellido Borbón. El enemigo de Revilla es el expediente, la grabación, el sobre con papeles, el número de cuenta en Suiza. Y ese enemigo ya ha entrado en sala.

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