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Del ex presidente de Telefónica o el dueño de Televisa al forrado Filiberto de Saboya: los amores afortunados de Adriana Abascal

Adriana Abascal dispara una mirada que sabe medir el valor de los hombres. No es avaricia, ni siquiera ambición desmedida, aunque muchos la llamaran así. Es algo más elemental. Desde que el mundo la conoció como Miss México, Adriana entendió que el destino no llega a quienes esperan. El destino es algo que hay que perseguir, como un tren que está a punto de partir.

El primer tren conocido fue Emilio Azcárraga Milmo. Lo llamaban 'El Tigre' y no sin razón: su rugido era conocido en todo México, donde las antenas de Televisa llevaban sus telenovelas a cada hogar, desde los barrios más humildes hasta las mansiones de la Ciudad de México. Era un hombre mayor que Adriana, curtido en la selva de los negocios y los pasillos del poder. Pero ella no se dejó intimidar por su edad ni por su sombra alargada. Se conocieron, se gustaron y Adriana aprendió que el amor, como los imperios, también necesita disciplina y estrategia.

Con él vivió ocho años, siempre a su lado, siempre en el centro de un imperio que brillaba como un sol de mediodía. Emilio le enseñó a ver el mundo desde arriba, a entender cómo se mueve el dinero y cómo se construyen las narrativas que hacen que un hombre se convierta en leyenda. Cuando él murió, víctima de un cáncer, Adriana sostuvo su mano hasta el final. Lo hizo con la misma serenidad con la que un capitán abandona el barco cuando el mar lo reclama. Pero, a los 28 años, supo que la vida seguía y que había más trenes esperándola.

El siguiente tren la llevó a Europa, al corazón de la modernidad financiera. Allí conoció a Juan Villalonga, el compañero de pupitre de Aznar, un hombre que había dirigido Telefónica como si se tratara de un ejército en tiempos de conquista. Villalonga era diferente a Azcárraga: no tenía el peso de una dinastía pero su visión de futuro lo hacía igual de formidable. Adriana y Juan se casaron, y durante ocho años compartieron una vida que oscilaba entre las reuniones de alto nivel y los veranos en las costas más exclusivas del Mediterráneo. Fue un amor intenso, pero como sucede con los grandes incendios, acabó consumiéndose.

Adriana no tardó en encontrar un nuevo rumbo. Emmanuel Schreder, un ejecutivo francés de porte elegante, fue su siguiente compañero. Con él, Adriana exploró el lado más discreto del éxito. Francia, con su cultura de refinamiento y su amor por las sutilezas, parecía el lugar perfecto para un matrimonio más calmado, más pausado. Pero Adriana no es una mujer que busque la calma. Diez años después, el tren se detuvo, y Adriana, como siempre, bajó con la misma gracia con la que había subido.

Ahora, su último tren la ha llevado a los brazos de Manuel Filiberto de Saboya, un príncipe italiano con un linaje que se remonta a los días en que las coronas aún significaban algo. Filiberto no es un príncipe cualquiera. No vive de las glorias pasadas ni de la nostalgia de una casa real desplazada. Es un hombre práctico, un emprendedor que ha sabido convertir la herencia de los Saboya en algo tangible, desde un camión de comida en California hasta un restaurante en Montecarlo. Con él, Adriana ha encontrado algo que parece más que oro y poder: un compañero que entiende la vida como un equilibrio entre lo majestuoso y lo mundano. Filiberto, con sus manos que saben amasar la pasta y con su nombre que aún abre puertas en los círculos más selectos, es el reflejo perfecto de la dualidad que define a Adriana. Juntos parecen reinar en un pequeño mundo donde las coronas aún brillan y el amor, aunque forjado en la riqueza, es real.

La historia de Adriana Abascal no es la de una mujer que busca riquezas. Es la historia de alguien que entiende que la vida es un tren que no espera. Desde su infancia en Veracruz hasta los yates en el Mediterráneo, ha sabido elegir sus vagones con una precisión que asombra. No se trata solo de suerte, aunque muchos quieran verlo así. Se trata de una mezcla de inteligencia, valentía y una intuición que le permite saber cuándo subir y cuándo bajar.

El amor, para Adriana, nunca ha sido un refugio ni una jaula. Ha sido un mapa, una brújula, un motor que la impulsa hacia adelante. En cada hombre que ha amado, ha encontrado una parte de sí misma: en Azcárraga, la audacia de construir un imperio desde cero; en Villalonga, la capacidad de soñar con un futuro digital; en Schreder, el valor de la elegancia y la discreción; y en Filiberto, la belleza de unir lo antiguo con lo nuevo, lo sagrado con lo cotidiano.

Adriana Abascal sigue viajando porque sabe que el destino no es un lugar sino un camino. Entre castillos italianos, restaurantes en Montecarlo y recuerdos de amores pasados, su historia sigue escribiéndose. En el fondo, es una mujer que siempre ha sabido una cosa: los trenes adecuados no llegan por casualidad. Y ella, con la serenidad de quien conoce su destino, siempre estará lista para subir.

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