La noche se cerró con un zumbido sordo sobre Madrid, la ciudad que la vio nacer, crecer y despedirse. "Se le rompió el corazón", nos dice una persona muy cercana. Marisa Paredes, la actriz de voz rota y presencia imponente, la hija de la portera del número 13 de la plaza de Santa Ana, ingresó este martes en la Fundación Jiménez Díaz, acompañada de su inseparable Chema Prado, y nunca más salió. El corazón, ese órgano terco y a menudo cruel con las almas apasionadas, decidió poner punto final a una vida que se desbordaba por todas las rendijas. La noticia, que sacude a los cinéfilos y al teatro español, es tan solemne como ella: ha muerto Marisa Paredes a los 78 años, dejando tras de sí una biografía que parece un guion de tragedia rusa, teñida de gloria y rebeldía.
De la niña que fantaseaba con el escenario desde el zaguán de una portería a la gran dama del cine de Pedro Almodóvar, Marisa Paredes nunca se permitió el lujo de ser corriente. Cuando uno piensa en ella, la imagina con un cigarrillo a medio consumir, la mirada fija en el infinito y esa voz madura, quebrada, capaz de llenar el silencio de una sala. Una actriz que, como ella misma decía, no tenía "pinta española", lo que le valió encarnar a las mujeres más hondas, las más complejas, esas que caminan al borde del precipicio con los labios pintados de rojo.

En sus últimos días, Marisa estaba preparando su regreso al teatro de la mano de Lluís Pasqual. Cargada de futuro, así se llamaba el monólogo que tenía previsto estrenar en 2025. Un título que ahora resuena con la cruel paradoja de la muerte. Marisa, entre versos de Miguel Hernández y canciones que Serrat habría susurrado a modo de arrullo, pensaba volver a ese espacio íntimo donde su voz, ya sin personajes, podía confesarse con el público. Los años no habían reducido su genio; solo lo habían templado, como una espada antigua.
"¡Han matado al compadre Turino!", gritó a los catorce años en su primer papel de cine. Aquella frase, una línea perdida entre fotogramas en blanco y negro, fue el origen de todo. Víctor Vadorrey, guionista y director, la escuchó y decidió enviarla al Teatro de la Comedia, donde ensayaba Conchita Montes. Fue allí donde Marisa comenzó su peregrinaje por las tablas y donde la vida le mostró su verdadero rostro: el de los dramas de Chéjov, Dostoievski e Ibsen. Siempre, decía, la acompañó "esa cosa honda", una tristeza rusa que parecía haber heredado en otra vida.
Pero si alguien fijó su nombre en la historia del cine fue Pedro Almodóvar. Él supo ver lo que pocos podían: la luz y las sombras de una mujer que podía ser diva y madre a la vez, desolada y sublime, como Becky del Páramo en Tacones lejanos o Amanda Gris en La flor de mi secreto. Con Almodóvar alcanzó esa cima donde las actrices se convierten en eternas. Juntos crearon un puñado de personajes que respiran aún en la memoria colectiva, como si hubieran existido fuera de la pantalla.
Sin embargo, Marisa nunca fue solo musa. Si se la imagina presidiendo la Academia de Cine en los años del "No a la guerra", uno la ve con la mirada de quien ya lo ha visto todo y no teme a nada. Aquella noche de 2003, con una caja de zapatos llena de pegatinas, la actriz y toda una profesión salieron a decirle no a la guerra de Irak. Fue un acto de libertad, un gesto de dignidad colectiva en un país que entonces bullía de indignación. Marisa Paredes, que nunca necesitó una causa para ser valiente, se convirtió en la voz de todos.

Comprometida hasta el final, la última vez que su voz resonó con fuerza fue en julio de 2023. Desde un escenario político, levantó la mirada contra los nuevos inquisidores que amenazan la cultura. "¿Pero qué es esto? ¿Cómo pueden tener tanto miedo a la libertad?", preguntó con esa mezcla de rabia y tristeza que solo ella sabía conjugar. No lo dijo con aspavientos ni con grandilocuencias; lo dijo con el peso de una vida donde la libertad siempre fue el mayor de los logros.
En su intimidad, Marisa era un refugio de calma. Junto a Chema Prado, su compañero desde 1983, encontró el equilibrio que a menudo faltaba en los guiones que interpretaba. Desde su apartamento en Torres Blancas, aquella joya arquitectónica madrileña, preparaban tortillas de patatas para Malkovich y Bertolucci, improvisaban cenas con pimientos de Padrón y recibían a viejos amigos que llegaban con las manos llenas de historias. Allí, entre libros y recuerdos, Marisa era feliz.
Deja una hija, María, "la flor de mi vida", como solía decir. Fruto de su relación con Antonio Isasi-Isasmendi, María Isasi heredó el amor por la interpretación, convirtiéndose en otra rama más de ese árbol genealógico que arraiga en el cine español.
Hoy, Madrid despierta con una herida en la memoria. La capilla ardiente de Marisa Paredes se encuentra en el tanatorio de San Isidro, pero uno imagina su espíritu vagando por la plaza de Santa Ana, por los camerinos del Teatro Español o por aquellos rincones de la ciudad donde alguna vez la vida le pareció suficiente. Porque si algo dejó Marisa Paredes, además de personajes inolvidables, fue la certeza de que la vida se debe vivir con elegancia, con compromiso y con el arrojo de quienes no temen mirar al vacío.
Marisa ha salido de escena, pero su voz seguirá sonando entre versos de Miguel Hernández, en las canciones de Aute y en los monólogos de Chejov. Hoy, como tantas otras noches, Becky del Páramo vuelve a cantar. Pero esta vez lo hace en silencio. El público, emocionado, sabe que no habrá bis.
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