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Boda de Alonso Aznar y Renata Collado, la esmeralda mexicana: de El Escorial a la guayabera de lino

Alonso Aznar y Renata Collado y Ana Aznar y su padre

Este sábado se consuma en Mérida, Yucatán, lo que, si no fuera por el amor, podría definirse como un "tratado de libre comercio" entre el linaje Aznar-Botella y una de las fortunas más suculentas de ese México que dice querernos más. Alonso Aznar, ese hijo menor que ha hecho de su discreción un arte —quizás más por necesidad que por virtud—, se casa con Renata Collado, una heredera que mezcla en su ADN el poderío de los supermercados Chedraui con el refinado abolengo de la jet-set azteca.

Mientras en las plantaciones de henequén los jornaleros precolombinos labran la tierra bajo un sol implacable, en la hacienda Sac Chich, de habitaciones a precio prohibitivo, la alta sociedad globalizada se abanica con brisa de privilegio. Dicen que será una ceremonia "íntima y discreta", como quien trata de disfrazar un desfile de vanidades con el manto de la sobriedad. La frase "Aznar y Botella casan bien a su hijo" resuena inevitablemente, aunque esta vez, el hijo de la ex alcaldesa y el caballero de hierro del PP hayan preferido el exotismo de Mérida al solemne boato de El Escorial. Parece que la austeridad en el vestir —esas telas hechas con el rigor moral de Ana Botella— se ha quedado en Madrid, porque nadie se casa con una Collado de Cima sin una dosis de espectacularidad calculada.

Comparar esta boda mexicana con la de Ana Aznar y Alejandro Agag en 2002 no es solo inevitable, sino necesario para calibrar el verdadero peso histórico de estas nupcias. Pero eso ya lo hicimos. La boda de Ana fue un vodevil imperial, un cruce entre una coronación borbónica y una reunión de amigos de Correa y El Bigotes. Se organizó en El Escorial como si el mismísimo espíritu de Felipe II lo hubiera exigido, con mil invitados, trajes de alta costura y una lista de imputados que años después pasaría a abrir telediarios y decorar portadas de periódicos que ni Aldama y Ábalos al alimón en Las Ventas. Fue un evento donde hasta los camareros debían superar una prueba de confianza política, porque entre tanto VIP, el champán bien servido era asunto de Estado.

Hoy, en cambio, Mérida ofrece un telón más tropical, casi exótico, pero no menos ambicioso. Si en la boda de Ana los discursos hablaban de grandeza, aquí el mensaje parece ser el equilibrio: Alonso, el niño que creció en La Moncloa aprendiendo a manejar la invisibilidad, se empareja con Renata, una celebrity con conciencia ecológica y una cuenta bancaria que podría financiar la transición energética de un continente entero.

Una no puede evitar preguntarse si estamos solo ante una una gran historia de amor o también un movimiento estratégico. Alonso, con su currículum de relaciones y contactos, su apellido, su soporte familiar y su tarjeta de consultor financiero, su residencia en Miami y su habilidad para crear apps con más entusiasmo que éxito, no parece haber buscado el dinero sino el amor. Y viceversa. Pero el dinero ayuda. El dinero lo ha encontrado a él, envuelto en la figura de Renata. Ella, por su parte, aporta algo más que riqueza: su cosmopolitismo y su agenda activista parecen diseñados para complementar el perfil de un Aznar que lleva toda la vida huyendo del foco mediático.

Si lo pensamos bien, este matrimonio es un espejo perfecto del siglo XXI: por un lado, el glamour globalizado, las fotos para Vogue y las escapadas a Tulum; por otro, el compromiso social que blanquea cualquier exceso. Porque no se trata solo de juntar fortunas; se trata de contar una historia que parezca estética y creíble.

Así que ahí los tienen: José María y Ana, esas figuras que hace décadas decidieron encarnar la España conservadora, ahora sonríen entre cactus y tequila de 5.000 pesos la botella (Don Julio 1942), mientras casan al pequeño de la familia. No hay monjes jerónimos ni ministros del Opus Dei, pero no se engañen: el poder se viste de muchas formas, y hoy lo hace con guayabera de lino y joyas de esmeraldas mexicanas. Puede que este Alonso enamorado haya heredado el pragmatismo de su padre y la obsesión por los fondos buitre y el orden de su madre, pero su verdadero triunfo está en haber encontrado a alguien que le permita navegar y a la vez gozar de su enamoramiento pero, entre el lujo y la sostenibilidad, sin que nadie se pregunte siquiera si su matrimonio sería posible si la amada fuera una mujer humilde, o si Renata estaría tan fascinada si su querido esposo no fuera el benjamín de una saga histórica que habitó el palacio de La Moncloa por ser hijo de su padre. La madrina de esta boda, no lo olvidemos, sucedió a Carlos III (es un decir), siendo la primera alcaldesa madrileña. Optamos, ante la duda, por el amor puro e incondicional, no por una operación de alta ingeniería social. En cuanto a la boda, será recordada por lo que no fue: no es El Escorial, no es la Gürtel, no es el pasado. Es el futuro, ese que se construye a base de alianzas familiares y ahora también con filtros y fotografías de ensueño en Instagram. Porque al final, en Mérida o en Madrid, todo queda en familia. Y vaya si queda bien. Hoy hay que desear felicidad y amor eterno. ¡Viva los novios! (¡Y ándale!)

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