En la política filipina, siempre hay ruido. Pero el ruido, esta vez, viene acompañado de fuego. Un fuego que chisporrotea desde los micrófonos y amenaza con consumir todo. "Hemos alcanzado un punto de no retorno", declaró Sara Duterte, la vicepresidenta de Filipinas, no como advertencia sino como realidad. Y lo decía con el filo de un cuchillo entre los dientes. Acusaciones, amenazas de muerte y pactos al estilo de los bajos fondos han convertido la política filipina en un teatro de sombras tan intenso como grotesco.
El 23 de noviembre, Duterte confesó en público algo que pocos creerían incluso en un drama de ficción. Su jefe, Ferdinand Marcos Jr., el presidente de Filipinas, quería acabar con ella. Y ella ya había respondido a la amenaza con instrucciones claras. "He hablado con una persona y le dije: 'Si me matan, que maten a Marcos y a la primera dama'. No es broma. Di mi orden: 'Si muero, no paren hasta que los hayan matado'. Y él ha dicho que sí". Estas palabras, dichas sin temblar, estallaron en el país como una bomba que, en realidad, solo estaba esperando un detonador.
Dos clanes y un país como escenario
Las familias Duterte y Marcos han escrito con sangre y oro gran parte de la historia moderna de Filipinas. Son los gigantes que pisan con fuerza, dejando bajo sus pies no solo adversarios políticos, sino el futuro de una nación atrapada entre el miedo y la indiferencia. El presidente actual, Ferdinand Marcos Jr., no necesita presentación. Su apellido es una herencia envenenada. Hijo de Ferdinand Marcos, dictador durante dos décadas, y de Imelda Marcos, la célebre 'Mariposa de Hierro', el actual mandatario carga con un legado de autoritarismo, lujo obsceno y corrupción que ha moldeado la percepción internacional del archipiélago.
La madre, Imelda, fue el rostro sonriente de una dictadura brutal. Gobernadora, ministra, primera dama y, más tarde, parlamentaria, se paseaba entre el esplendor y el despotismo como si ambos fueran roles asignados por Dios. Cuando el régimen cayó en 1986, el pueblo descubrió el absurdo acumulado en el palacio presidencial: mil pares de zapatos en los armarios y una fortuna de 10.000 millones de dólares escondida entre paraísos fiscales y cuentas suizas. Pero más que el exceso, lo que quedó fue el recuerdo de los cadáveres y el saqueo de un país.
El clan Duterte, por su parte, surgió con violencia, casi como un eco en el tiempo. Rodrigo Duterte, padre de Sara, gobernó Filipinas con una mano dura que se convirtió en un puño de hierro. Desde la alcaldía de Davao hasta la presidencia, se labró una reputación de brutalidad y desparpajo. Su "guerra contra las drogas" fue más una cacería humana que una política pública. Durante su mandato, pistoleros enmascarados, llamados "vigilantes", ejecutaron a miles de personas. Seis mil muertos según cifras oficiales, pero se murmura que fueron treinta mil. No solo mataba; lo celebraba. "Con 16 años maté a una persona, de verdad", confesó un día entre risas y aplausos.
Un pacto que nunca tuvo futuro
En 2022, los dos clanes decidieron unir fuerzas. Ferdinand Marcos Jr. y Sara Duterte se presentaron en un mismo ticket electoral. Era, en teoría, una fórmula de reconciliación nacional. Pero las imágenes de aquella victoria no dejaban dudas: la unión era artificial, como un matrimonio arreglado. Rodrigo Duterte subió al escenario, saludó a su hija, evitó mirar al nuevo presidente y se marchó con gesto incómodo. Los Marcos y los Duterte son depredadores, y entre depredadores no hay tregua.

El resultado fue una vicepresidencia que no solo triplicó su presupuesto, sino que empezó a operar como un centro de poder paralelo. Sara Duterte no había llegado para ser una sombra; ella tenía su propio plan. Pero en política, como en los duelos, cuando alguien tira del gatillo, no hay vuelta atrás.
Las maletas de Imelda y los escuadrones de Rodrigo
La historia de los Marcos es un desfile de imágenes tan absurdas como trágicas. En 1982, en Nueva York, el equipaje de los Marcos llegó al Waldorf Astoria en cinco camiones de mudanzas y tres furgonetas. Ochocientas maletas ocupaban las aceras. Imelda, como siempre, era la estrella. Una década después, ya como viuda, enfrentó un juicio en la Gran Manzana por corrupción y lavado de dinero. Entró llorando al juzgado, salió absuelta y, de rodillas, agradeció a Dios en la catedral de San Patricio.
Rodrigo Duterte, en cambio, nunca se molestó en decorar sus abusos con lujo. Su estilo era más directo, más brutal. Gobernó Davao con su propia versión de la ley: un escuadrón de la muerte que, según él mismo, no estaba compuesto por policías sino por gánsteres. Para Rodrigo, la violencia era una herramienta y un espectáculo. Y esa actitud sembró en sus hijos una herencia tan peligrosa como la de los Marcos.
El estallido inevitable
La relación entre Marcos Jr. y Sara Duterte era una bomba de relojería. Las tensiones comenzaron pronto. Las declaraciones públicas, antes cuidadosamente medidas, se volvieron más hostiles. Hasta que todo llegó a su clímax. Sara, en un ataque de sinceridad o de desesperación, confesó su supuesto plan de venganza: "Si me matan, que los maten a ellos". Y entonces la política se convirtió en una guerra abierta.

Ahora, la vicepresidenta se retracta, argumentando que sus palabras fueron sacadas de contexto: "Un supuesto acto de venganza condicional no constituye una amenaza activa", ha dicho. Pero en Filipinas, el contexto no importa. Lo que importa es el poder. La policía ha iniciado una investigación, pero los resultados son inciertos. Podría haber un impeachment, una renuncia forzada o incluso un juicio. Pero el escenario más peligroso es el que ha insinuado Rodrigo Duterte: la intervención del Ejército. En un país donde los golpes de Estado son parte del repertorio político, esa posibilidad no es un mero rumor.
De vuelta al principio
Filipinas ha llegado a un punto de no retorno. Pero, en realidad, ese punto ya se había alcanzado hace mucho. Las dinastías políticas han convertido al país en un tablero de ajedrez donde las piezas son vidas humanas. Los Marcos, los Duterte, y otros clanes menores no han ocultado sus intenciones. Quieren el poder. Lo han dicho siempre y lo han demostrado.
Ahora, el enfrentamiento entre Ferdinand Marcos Jr. y Sara Duterte es solo otro capítulo de una historia escrita con ambición y cinismo. El país está atrapado entre un pasado que no se rinde y un presente que se desmorona. Sara Duterte sigue siendo vicepresidenta, al menos por ahora. Ferdinand Marcos Jr. sigue siendo presidente, pero no por mucho tiempo si los rumores son ciertos. Ambos se miran, no como aliados, sino como enemigos mortales. Y entre ellos, Filipinas espera, sabiendo que, pase lo que pase, el precio lo pagará el pueblo.
La política en Filipinas no es una cuestión de ideales ni de servicio público. Es una lucha por el poder en su forma más cruda. Y en esa lucha, los únicos que ganan son los clanes. Los únicos que pierden son todos los demás.