Casas Reales

La princesa Isabel de Dinamarca, segunda hija de Mary Donaldson y Federico, cumple la mayoría de edad y recibirá una diadema

Hay ritos que el tiempo cincela con una tozudez casi litúrgica. Ritos que no necesitan de grandes proclamas ni reverberaciones ideológicas para justificar su persistencia; ritos que, por el contrario, se aferran a la historia con la delicadeza de una joya de familia, transmitida de generación en generación, guardada en terciopelos antiguos, susurrada entre bastidores palaciegos. Tal es el caso de la tiara, esa especie de aureola terrenal con la que las monarquías, cada vez más frágiles y escudriñadas por la lupa de la irreverencia contemporánea, ciñen la frente de sus hijas como si en ese gesto se restaurara —aunque sea fugazmente— el antiguo esplendor.

Hoy le ha llegado la hora a la princesa Isabel de Dinamarca, segunda hija de los reyes Federico y Mary, flor tardía de una monarquía escandinava que, como todas las demás, ha aprendido a disimular su pompa bajo un barniz de normalidad nórdica. Isabel cumple dieciocho años, y con ella la vieja Dinamarca celebra no solo el paso de una niña a mujer, sino también la posibilidad de reanudar una tradición que parecía enterrada en los anaqueles de la nostalgia: el don de la diadema.

Y he aquí el detalle que hace temblar levemente las copas de champán y los pliegues de los manteles bordados: desde hace más de sesenta años ninguna princesa danesa había alcanzado la mayoría de edad. La reina Margarita, con sus hijos varones, interrumpió sin querer esa costumbre. Ahora, con la mayoría de edad de Isabel, el rito podría ser resucitado. Porque una princesa sin diadema es como un soneto sin rima, una ceremonia sin incienso, un vals sin partitura.

Dinamarca, por más que se maquille de sobriedad escandinava y se vista de tejidos sostenibles, no ha dejado nunca de ser un país de leyendas. Y una princesa que alcanza la mayoría de edad no puede pasar desapercibida, por más que sus celebraciones no revistan el boato de los cuentos de Andersen. Hubo, eso sí, una fiesta en Aarhus, la misma ciudad donde fue bautizada, con desfiles, actuaciones y palabras —sus primeras como adulta— pronunciadas con esa mezcla de nervio juvenil y dignidad heredada. Hubo también, días después, una velada más íntima en el Teatro Real de Copenhague, donde la familia real se mezcló con jóvenes daneses en un intento, acaso algo ensayado, de demostrar que la realeza puede ser también carne de TikTok y no solo de retrato al óleo.

Isabel lució entonces un vestido azul marino de tul, vaporoso como las palabras de un poeta romántico, que recibió los elogios de la prensa internacional como si se tratase de una aparición celestial. En realidad, no era sino el anticipo de otro atuendo más importante: el que vendrá —si los rumores no mienten— acompañado de una tiara. Y en ese gesto, en ese instante detenido en el tiempo, Dinamarca reanudará una línea interrumpida, un relato ancestral que parecía condenado al olvido.

Pero ¿por qué tanto revuelo por una diadema?, podrían preguntarse los cínicos, esos que confunden democracia con desmemoria. Porque una diadema no es sólo una joya. Es una promesa hecha metal precioso. Es la metáfora del linaje, la afirmación de que todavía hay cosas que no se pueden votar ni desechar a golpe de click. La tiara que podría recibir Isabel no será un simple ornamento. Será la respuesta muda de una institución que, en lugar de alzar la voz, hace hablar al tiempo.

La última vez que una princesa danesa recibió una diadema fue hace más de medio siglo, cuando las tías abuelas de Isabel —Benedicta y Ana María— fueron agasajadas con piezas que luego viajarían por los siglos, engalanando a esposas de príncipes griegos y novias de abolengo. Algunas de esas joyas fueron confeccionadas a partir de antiguos broches, como queriendo demostrar que la monarquía, como la poesía, también se forja de retales y metáforas.

La prensa danesa, siempre tan contenida, ha dejado deslizar que el regalo es más que probable. Algunos, con afán detectivesco, se preguntan si será una pieza nueva, recién salida de un taller de orfebrería, o una reliquia recuperada del joyero real. ¿Será una de las diademas de Margarita? ¿Una pieza reformada, como aquella que llevó la princesa Benedicta, nacida de un broche de la reina Alejandrina? Especulaciones todas ellas deliciosas, porque solo un reino que sabe jugar con el misterio logra mantenerse en pie cuando los imperios se desploman.

Mientras tanto, Isabel parece llevar con naturalidad el peso de su destino. Ni parece querer convertirse en influencer palaciega ni en dama invisible de la realeza menor. Su figura es más la de una joven contenida, consciente de la liturgia a la que pertenece, sin renunciar al aire fresco que reclaman los nuevos tiempos. Su rol futuro, apuntan algunos analistas, se orientará hacia lo cultural y lo social. Lo cual, en tiempos de postmonarquías, no es poco.

Pero será en el silencio de alguna habitación palaciega, rodeada de los suyos, cuando tal vez la diadema le sea entregada. Sin cámaras ni trompetas. Tal vez se la coloquen con la misma ceremonia íntima con la que una madre peina por última vez a su hija antes de que salga al mundo. Tal vez entonces, cuando se vea reflejada en el espejo, comprenderá que no es la joya la que embellece a la princesa, sino la princesa la que da vida a la joya.

Y en ese instante, en que la historia se enrosca como filigrana en la frente de una muchacha, Dinamarca volverá a ser lo que siempre fue: un cuento donde las princesas no solo existen, sino que, además, saben llevar una tiara sin que les tiemble el alma.

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