En la mañana serena de Cádiz, mientras la brisa del Atlántico peinaba las velas del Juan Sebastián Elcano, Leonor zarpaba hacia el horizonte. Allí, en el muelle, los Reyes, Felipe y Letizia, permanecían quietos, como anclados al suelo que su hija mayor estaba a punto de abandonar durante seis largos meses. La escena contenía la poesía de la despedida: las lágrimas discretas de una madre, la rectitud solemne de un padre y, entre ambos, la figura joven de la heredera que ya comienza a medir el peso de la Corona.
Desde que llegó a Cádiz para embarcarse en esta travesía de formación militar, Leonor ha cumplido cada gesto con la precisión de quien entiende su papel. Ha participado en los ritos que preceden a la partida, como el traslado de la Virgen La Galeona desde la Iglesia de Santo Domingo hasta el barco, un desfile solemne que compartió con otros 75 guardiamarinas. Su expresión, seria y contenida, delataba la concentración de quien empieza a descubrir que, en su vida, el deber siempre será el mapa de navegación.

El sacrificio de los Reyes al despedir a su hija es el mismo que atraviesa a cualquier padre o madre cuando ve alejarse a su hijo en un barco, un avión o un tren. Esa distancia, que parece infinita, se siente como un vacío en el pecho, como si el lazo físico que une a las familias se deshilachara por un instante. En ese gesto universal, los Reyes se han igualado al resto de nosotros.


Sin embargo, la travesía de Leonor es mucho más que una experiencia formativa. Es también un rito de paso, un desafío al que otros miembros de su linaje, como su padre y su abuelo, ya se enfrentaron. Felipe VI siempre ha recordado los meses que pasó a bordo del Juan Sebastián Elcano como uno de los períodos más enriquecedores de su vida. Ahora, Leonor toma el relevo, llevando en su equipaje el peso de la tradición y las expectativas de una nación.
En los días previos al embarque, la ciudad de Cádiz fue testigo del compromiso de la princesa con su formación. Paseó por sus calles junto a sus compañeros, visitó al alcalde en el Ayuntamiento y participó en ejercicios y maniobras. Cada paso reafirmaba su disposición a asumir las exigencias de un destino que no eligió, pero que parece aceptar con una madurez precoz.
A primera hora de la mañana del día de su partida, Leonor desfiló con sus compañeros bajo la atenta mirada de los gaditanos. Más tarde, sus padres llegaron al muelle para despedirse. Allí, en la cubierta del buque, los Reyes intercambiaron con su hija miradas que decían más que cualquier palabra. Como ya hemos contado, Letizia no pudo contener las lágrimas; Felipe, acostumbrado a ocultar sus emociones tras el semblante regio, tampoco pudo disimular el orgullo que lo invadía.

Dentro del barco, lejos de las cámaras, tuvo lugar una despedida más íntima. Ese momento fue el último respiro antes de que el mar separara a la familia. Mientras otros padres despedían a sus hijos entre abrazos y fotos, los Reyes debían contenerse, sabiendo que, en su caso, incluso el gesto más simple será escrutado por la historia.
Durante los próximos seis meses, Leonor recorrerá océanos y visitará países. Desde Tenerife hasta Salvador de Bahía, en Brasil, vivirá travesías prolongadas en las que no tocará tierra durante semanas. Aprenderá a manejar un buque, a enfrentarse al viento y al oleaje, y a entender que el liderazgo se construye tanto con la mente como con las manos.
Este viaje no es solo un entrenamiento militar; es una metáfora de lo que será su vida. En el Juan Sebastián Elcano, Leonor no solo aprenderá a navegar, sino a capitanear. En el silencio de la noche en alta mar, bajo un cielo que no entiende de títulos ni jerarquías, se enfrentará a las mismas preguntas que otros jóvenes de su edad: ¿quién soy? ¿A dónde voy?
Pero, a diferencia de ellos, su respuesta siempre estará condicionada por la Corona que lleva sobre sus hombros. Allí radica la peculiaridad de su sacrificio, y también su grandeza. Este es un sacrificio más silencioso, íntimo, pero profundamente humano.
Si el viaje de Leonor es un acto de aprendizaje y sacrificio, el de sus padres es, en muchos sentidos más difícil. Felipe y Letizia han entregado a su hija mayor a un destino que la separa de ellos y la pone al servicio de España. Tienen a Sofía en Gales, como pasó con Leonor. Pero no es igual.
Letizia, que siempre ha mostrado un amor feroz por sus hijas, no ha podido evitar las lágrimas al verla partir. Felipe, que conoce mejor que nadie el peso de la Corona, sabe que este es solo el principio de un camino que Leonor recorrerá cada vez más lejos de su amparo.
Sin embargo, en esa despedida también hay esperanza. La esperanza de que, al regresar, Leonor no solo sea una princesa más preparada, sino también una mujer más plena, más capaz de entender la complejidad del mundo que un día representará.
Cuando el Juan Sebastián Elcano ha desaparecido en el horizonte, los Reyes han regresado a tierra firme. Pero, como cualquier padre, se llevan con ellos la ausencia de su hija, ese vacío que solo puede llenarse con el reencuentro.
En este sacrificio compartido, los Reyes y la princesa se han hecho un poco más humanos. Porque al final el amor que une a una familia es el mismo, ya sea en un palacio o en una casa cualquiera.
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