El Brexit y la venganza de los expertos
Barry Eichengreen
El debate sobre el Brexit es una fuente interminable de risas para cualquiera que tenga un retorcido sentido del humor. Mi cita favorita es de Michael Gove, el actual ministro de Medio ambiente británico. Justo antes del referéndum de junio de 2016, Gove, que era ministro de Justicia en el Gobierno de David Cameron en aquel momento, rechazó la casi unánime visión de los economistas, entre otros, de que una decisión de abandonar la Unión Europea dañaría profundamente la economía británica. "La gente de este país ya está cansada de los expertos", explicó irritado Gove, refiriéndose a "expertos de organizaciones con acrónimos, que dicen saber lo que es mejor y que se equivocan sistemáticamente".
Las primeras evidencias post-referéndum indicaron, para sorpresa de muchos (o al menos de muchos de los expertos) que Gove tenía razón y que ellos estaban equivocados. No hubo de hecho una recesión inmediata en el Reino Unido tras la votación del Brexit; en realidad, no hubo siquiera una ralentización del crecimiento.
Para explicar esto, los observadores apuntaron a la ágil respuesta del Banco de Inglaterra , que rebajó los tipos de interés para evitar una moderación de la demanda. Apuntaron a la gran depreciación post-referéndum de la libra, que prometía hacer más competitivas las exportaciones británicas y compensar los problemas de la transición a un nuevo régimen comercial. Sugirieron que un Reino Unido liberado de las molestas regulaciones de la UE podrían ofrecer un entorno más amigable para los negocios y tipos impositivos corporativos menores, y por tanto volverse un imán para la inversión extranjera.
Más provocativamente, cuestionaron las predicciones de que la incertidumbre que rodearía el Brexit tendría un impacto profundamente adverso en el rendimiento económico. Los economistas no pueden medir la incertidumbre directamente, nos recordaron, mientras que las aproximaciones, como la frecuencia con la que el término aparece en la prensa financiera, captan sus efectos bastante pobremente.
De hecho, nosotros los economistas hemos tenido poco éxito prediciendo con fiabilidad cuándo y por qué se dispara la incertidumbre. Y hay poco consenso sobre la severidad de su impacto. Quizás nos iría mejor poniendo menos peso en los efectos de la incertidumbre cuando hacemos pronósticos en general, y en el caso del Brexit en particular.
Pero esta visión parece bastante menos convincente tras el paso de un par más de trimestres. La confianza de los consumidores británicos ha bajado, y el gasto en el segundo trimestre de este año ha caído a su nivel más bajo en cuatro años. Las ventas de coches nuevos llevan cayendo cuatro meses consecutivos. El Banco de Inglaterra pronostica una caída del 20% en la inversión empresarial en los próximos años, mientras que los adalides del Brexit predijeron lo contrario.
La caída de la confianza, pueden objetar algunos, es el reflejo de unas elecciones generales poco conclusivas y de un parlamento en minoría, no de la votación del Brexit. Y el empeoramiento de las condiciones puede atribuirse a la poco brillante estrategia de negociación del Gobierno y a la impresión de que llega a las negociaciones con sus socios de la UE sin prepararse.
Pero las poco concluyentes elecciones reflejan la esquizofrenia tanto del partido conservador como de los laboristas en cuanto al Brexit. La primera ministra, Theresa May, se opuso a la separación antes del referéndum, pero ahora lo abraza como ocupante del número 10 de Downing Street. La oposición laborista de Jeremy Corbyn se opuso oficialmente al Brexit pero parece encontrar una peculiar satisfacción en el hecho de que avance.
Algunos defienden que si el Gobierno adoptara una estrategia de negociación más coherente el daño sería menor. Pero el hecho es que no hay una estrategia de negociación coherente. Los objetivos de May (restringir la inmigración procedente de la UE al tiempo que mantienen acceso total al mercado único europeo) son básicamente incompatibles.
La única sorpresa es que las consecuencias tardaran tanto en materializarse. Es evidente que las implicaciones tardaron más de lo esperado en surtir efecto: entender que "Brexit significa Brexit", según la sucinta tautología de May. Hizo falta tiempo para darse cuenta de que no habría una ruptura suave con la UE y de que las negociaciones no se cerrarían en dos años. Puede que no haya un acuerdo de libre comercio, ni derechos transfronterizos para los bancos británicos que pretendan hacer negocios en la UE, ni siquiera un acuerdo sobre derechos de aterrizaje para los aviones británicos en el continente europeo.
Pero quien siembra vientos recoge tempestades, y las tempestades han llegado con aires vengativos (si las tormentas pudieran ser vengativas). Los consumidores, que veían depreciarse a la libra, adelantaron su gasto en el segundo semestre del año pasado, porque entendían que los precios de las importaciones aumentarían. Al haber contraído más deuda, ya no están en posición de seguir gastando a ese ritmo inicial.
La sustanciosa depreciación de la libra, además, augura una subida significativa de la inflación, lo que significa que el Banco de Inglaterra tendrá que empezar a subir los tipos de interés más bien antes que después. Las consecuencias para el crecimiento no pintan bien. El banco central ya no será amigo de los pro-brexit.
Lo que dijo el difunto gran economista de MIT Rudi Dornbusch, el más experto de los expertos, sobre la crisis del peso mexicano en los años 1990 también es aplicable al daño del Brexit. Una crisis, señaló Dornbusch, "tarda mucho más tiempo en llegar de lo que se cree, y luego sucede mucho más rápido de lo que se habría pensado".