Firmas

¿Hay salvación para el capitalismo global?



    La política del desasosiego económico ha puesto a los electores del Reino Unido y de Estados Unidos en manos de los populistas. Si tan solo, tal como dice la creencia popular, las economías hubieran recuperado un PIB y un crecimiento de la productividad más normal, hubiera mejorado la vida de un mayor número de personas, hubiera decrecido el sentimiento antisistema y la política hubiera recuperado también la normalidad, entonces el capitalismo, la globalización y la democracia hubieran continuado avanzando inexorablemente.

    Pero este pensamiento refleja la extrapolación de un período enormemente descarriado de la historia. Este período ha quedado atrás, y no es probable que las fuerzas que lo sostuvieron sean capaces de restablecerlo en un futuro próximo. La innovación tecnológica y la demografía soplan ahora en contra del crecimiento, no lo favorecen en absoluto, y la ingeniería financiera ya no es la solución.

    El aberrante período histórico son los ciento y pico de años siguientes a la Guerra Civil estadounidense, durante los cuales los avances conseguidos en los ámbitos de la energía, la electrificación, las telecomunicaciones y el transporte remodelaron principalmente a las sociedades. El número de vidas humanas aumentó considerablemente su productividad y la expectativa de vida experimentó un aumento espectacular. Entre 1800 y 1900, la población mundial creció en más del 50 por ciento y en los siguientes 50 años se duplicó largamente con un crecimiento de las economías mucho más rápido que en los siglos anteriores. A finales de los años 70, el crecimiento empezó a ralentizarse en muchas de las economías occidentales, y el presidente estadounidense Ronald Reagan y el presidente de la Reserva Federal, Alan Greenspan, marcaron el inicio de un ciclo de deuda que sobrecargó la actividad. Estados Unidos, hasta entonces un acreedor neto para el mundo, se convirtió en un prestatario neto, con China y otros mercados emergentes beneficiándose del alza del déficit comercial de Estados Unidos. El apalancamiento financiero impulsó el crecimiento mundial durante prácticamente otros 30 años más.

    La crisis mundial de 2008 comportó el inesperado final de la era de la ingeniería financiera. Pero a los políticos no les gusta que el crecimiento baje, y los bancos centrales agotaron todas sus herramientas en intentar estimular la actividad económica a pesar de la escasa demanda existente. Con una cada vez menor rentabilidad de los activos tradicionales de renta fija, los inversores se apiñaron en torno a todo tipo de activos de riesgo provocando así la subida de su precio; los ricos se hicieron más ricos y la clase media se fue quedando cada vez más rezagada. Debido a que la economía real continuó estancándose, surgió un populismo enojado que desembocó en el Brexit y en la elección del presidente Trump. Por consiguiente, los banqueros centrales han resucitado el crecimiento económico y las fuerzas de la demografía y de la innovación han vuelto al combate. El envejecimiento de la población de las economías avanzadas tira cada vez más de las redes de la seguridad social. China también está envejeciendo. La mayor parte del crecimiento demográfico actual (y futuro) corresponde a África, continente en el que la productividad global no consigue alcanzar el aumento que se experimenta en otros lugares.

    Además, la actual oleada de innovación tecnológica no beneficia a todos por igual. Aunque los casos de Uber y Amazon, y lo que es más importante, la robótica, suponen una mayor comodidad, lo hacen sustituyendo los puestos de trabajo de la clase trabajadora o reduciendo los salarios.

    Esto es típico del proceso de destrucción creativa descrito, como es sabido, por Joseph Schumpeter como el sirviente del crecimiento en las economías capitalistas. La primera oleada de innovaciones revolucionarias beneficia sobre todo a unos pocos emprendedores. Luego llega una oleada de sustitución a medida que la tecnología se adapta a las industrias existentes. Hace tres décadas, era Walmart la que usaba ordenadores y logística para acabar con las pequeñas tiendas familiares; hoy, es Amazon la que está echándose encima de Walmart.

    La tercera oleada es la difusión generalizada de la innovación de maneras que elevan la producción global y el nivel de vida. Eso requiere mucho más tiempo. O, como advirtió el economista laureado con el Nobel Robert Solow en 1987, ?la era de los ordenadores se puede observar en todas partes menos en las estadísticas de productividad?.

    Robert Gordon, de la Northwestern University, ha defendido que el impacto económico de las innovaciones actuales no está a la altura del de las tuberías o la electricidad. Quizás es así, o puede ser que estemos en una fase temprana del ciclo schumpeteriano de innovación (enriqueciendo a unos pocos) y destrucción (creando ansiedad en los sectores vulnerables). Tarde o temprano, es probable que la productividad media y los ingresos reales se beneficien a medida que las tecnologías de vanguardia permitan nuevos tipos de crecimiento. El problema es que puede que tenga que pasar una década o más hasta que la robótica y similares nutran una marea creciente y más amplia que eleve todos los barcos. Y que sea Schumpeter o Gordon el que tenga razón es irrelevante para los políticos que se enfrentan a votantes enfadados cuyo nivel de vida ha bajado. Hoy, sus electores hartos rechazan la globalización; mañana, puede que se conviertan en luditas.

    La cuestión ahora es si un cambio en el enfoque de las políticas monetarias no convencionales a la gestión keynesiana de la demanda puede ser la solución. Está ampliamente aceptado que la política monetaria es una fuerza del pasado en EEUU y Europa y que el estímulo y la expansión fiscal -por ejemplo, mediante recortes de impuestos y gasto en infraestructuras- deben tomar el relevo. Pero esto requiere sistemas políticos estables que puedan sostener estrategias fiscales a largo plazo. Los acontecimientos recientes, especialmente en Europa, sugieren que tales estrategias serán difíciles de aplicar.

    En EEUU, la victoria de Trump, acompañada de las mayorías republicanas en ambas cámaras del Congreso, prepara el camino a recortes de impuestos y un aumento del gasto en defensa. La bomba parece dispuesta para ser cebada. Pero es probable que la expansión fiscal encuentre la resistencia de la política monetaria cuando la Fed reanude su normalización de los tipos de interés.

    Aun así, la esperanza es que un crecimiento más rápido de EEUU y la subida de los salarios sofoquen la rebelión populista de los votantes. La responsabilidad, irónicamente, seguirá estando en la Fed y en que haga lo correcto -es decir, normalizar los tipos de interés con extrema cautela, al tiempo que permite que aumente la proporción de las rentas del trabajo en el PIB, incluso si eso requiere cierto exceso de inflación.

    Parafraseando a Dylan Thomas, los que creemos en los mercados no deberíamos entrar dócilmente en la noche populista. Deberíamos luchar contra la muerte de la luz del capitalismo global con todas las herramientas que podamos reunir. La ralentización del crecimiento y la reacción política actuales no son una nueva normalidad. Más bien, recuerdan a una vieja normalidad, experimentada por última vez en la década de 1930. Sea cual sea el camino adecuado para que avance la economía global, sabemos que no puede significar un retorno al aislacionismo y el proteccionismo de aquella era.