Evasión
Crítica de 'September 5': la masacre de Múnich o muerte en directo
Lucas del Barco
Ocurrió en Múnich en 1972, pero podría haber ocurrido ayer. O mañana. Porque el horror, cuando se enmarca en una pantalla, es un bucle sin salida, un fogonazo que deja la retina quemada y el corazón insensible. La matanza de los atletas israelíes a manos de un comando palestino en la Villa Olímpica fue uno de esos momentos que marcaron un antes y un después en la historia de la televisión. No por el hecho en sí, sino porque el mundo lo vio en directo. La muerte entró en el salón de las casas, se sentó en la alfombra entre el sofá y la mesita de café, y se quedó a vivir con nosotros.
De eso habla Septiembre 5, la película con la que Tim Fehlbaum se asoma a ese abismo en el que la información se convierte en espectáculo y el espectáculo en mercancía. No es una historia sobre el terrorismo, ni sobre el conflicto de Oriente Medio, ni siquiera sobre la tragedia de las víctimas. Es una historia sobre la televisión y su voracidad. En Septiembre 5, el estudio de la ABC se convierte en un campo de batalla donde las decisiones no se toman con balas ni bombas, sino con órdenes secas lanzadas por un productor al oído de un realizador que, en cuestión de segundos, debe decidir si corta o sigue emitiendo, si enfoca o desenfoca, si convierte el horror en imagen o lo deja fuera del encuadre.
El espectador no asiste al secuestro. No ve a los atletas encañonados ni escucha sus súplicas. Solo los intuye, los adivina a través de la pantalla de los monitores donde los periodistas, con el pulso helado, intentan descifrar la tragedia a medida que ocurre. La decisión de Fehlbaum de encerrarnos en la sala de producción es su mayor acierto. No nos permite escapar. No hay planos generales ni vistas aéreas, no hay respiro. Solo cables, pantallas y el sonido metálico de las cámaras ajustando el foco. El cineasta suizo convierte el estudio de televisión en una trinchera y nos sienta en la primera fila de la guerra.
La película gira en torno a Geoffrey Manson (John Magaro), un joven realizador que el destino —o el peor de los azares— ha colocado al frente del estudio en su primer día de trabajo. No es un periodista de guerra ni un hombre de grandes ideales. Es un técnico. Su trabajo es elegir la imagen adecuada, encuadrar la historia. Pero ¿cómo se encuadra el horror? ¿Cómo se decide qué mostrar y qué ocultar? A su lado, dos figuras que representan los polos opuestos del periodismo televisivo: el prudente y sereno Marvin Bader (Ben Chaplin), productor que intenta contener el frenesí informativo, y el ambicioso Ronnie Arledge (Peter Sarsgaard), que huele la sangre y no piensa soltar la primicia.
Las tensiones entre ellos reflejan el gran dilema ético de la televisión: ¿informar o explotar? Septiembre 5 no da respuestas, pero deja preguntas que resuenan mucho después de los créditos finales. ¿Se puede emitir una ejecución en directo? ¿Se puede mostrar la muerte sin convertirla en espectáculo? En una escena magistral, el equipo de la ABC descubre con horror que su retransmisión está mostrando, sin querer, los movimientos de la policía que intenta liberar a los rehenes. Un plano demasiado largo podría condenarlos a muerte. Pero cortar la señal significa renunciar a la primicia.
Aquí no hay héroes, solo profesionales enfrentados a una realidad que los supera. En una época en la que el cine sobre periodismo ha tendido a la épica (Todos los hombres del presidente, Spotlight), Septiembre 5 ofrece un retrato más turbio y menos complaciente. No hay grandes discursos sobre la importancia de la verdad. Solo miradas nerviosas, sudor en la frente y manos temblorosas pulsando botones que pueden cambiar el destino de una historia.
La película de Fehlbaum no solo reconstruye el momento; lo hace con un lenguaje visual que lo vuelve aún más inquietante. El grano grueso de la imagen, la paleta de colores gastados, la textura áspera que imita las emisiones televisivas de los setenta… Todo en Septiembre 5 nos recuerda que no estamos viendo una simple recreación, sino la resurrección de un recuerdo colectivo. En más de una ocasión, la línea entre la ficción y el archivo real se difumina. ¿Esto ocurrió de verdad o solo lo hemos visto tantas veces que ya no podemos distinguirlo de una película?
El paralelismo con United 93, de Paul Greengrass, es inevitable. Ambas películas se sumergen en la urgencia del momento, en la falta de perspectiva de quienes viven la tragedia en tiempo real. Pero mientras United 93 apostaba por el vértigo de la acción, Septiembre 5 elige la claustrofobia del encierro. Aquí no hay héroes luchando por recuperar el control de un avión; solo periodistas atrapados en una habitación, decidiendo a golpe de instinto lo que el mundo verá en sus pantallas.
Septiembre 5 nos deja con una certeza incómoda: la televisión no tiene memoria, pero sí apetito. Aquel día de septiembre de 1972, el mundo vio la muerte en directo por primera vez. Desde entonces, nunca dejamos de mirar.
Después vinieron otras imágenes: el Challenger explotando en el cielo, las Torres Gemelas desplomándose en una nube de polvo, las cámaras temblorosas en una discoteca atacada por terroristas. Y siempre la misma pregunta: ¿cuándo deja de ser noticia para convertirse en espectáculo?
Fehlbaum no busca respuestas. Solo nos sienta ante la pantalla y nos obliga a mirar. Como aquellos periodistas en la sala de producción, como los espectadores de entonces y de ahora, atrapados en el encuadre de una historia que nunca termina.