Empresas Centenarias
¡Cómo hemos cambiado! Cien años de economía española
- De una economía agrícola, pasando por el Plan de Estabilización de 1959...
- ... los Pactos de la Moncloa de 1977o la adhesión a a Comunidad Europea
Fernando Méndez Ibisate
Basta mirar una foto o un documental de época: las calles, edificios, vestimentas, vehículos o aperos, hasta el aspecto o estatura de las personas, nos advierten de cómo hemos cambiado en el tiempo. Máxime si nos retrotraemos un siglo (1916) y nos situamos en mitad de una Guerra Mundial en la que, iniciando cierta tradición, España intenta mantenerse neutral y beneficiarse económica e industrialmente.
Son años de cierta expansión en industrias punteras. La automoción y los motores, que con la Hispano-Suiza sobresaldrá también en el campo de la aviación durante los años veinte y treinta. También la química y minería de diverso tipo, tanto para usos bélicos, destinada a exportación, como cierta industria petroquímica, nacionalizada y monopolizada en 1927 por Primo de Rivera (Campsa). Por otro lado, la industria eléctrica y electromecánica, así como la industria cementera, cuyo desarrollo tiene lugar por la expansión de la demanda interna en viviendas, obras públicas y el propio proceso industrializador. La producción agroalimentaria, animada por el abastecimiento de países beligerantes, mantiene un leve impulso hasta los primeros años treinta por nuestro crecimiento demográfico, aunque comparativamente sigue mostrando baja productividad por su escasa mecanización y una organización arcaica. Y nuestras industrias más destacadas, promovidas por un fuerte proteccionismo desde mediados del XIX, la del textil (sobre todo en Cataluña) y la siderurgia (en Vizcaya, aunque también en Asturias y Sagunto).
Y es que, pese a la tradicional imagen de un país enormemente rural y rústico, analfabeto, pacato y hasta sometido por las oligarquías durante el primer tercio del siglo XX, pero que despierta con la II República, la España de los treinta es reflejo de la evolución social y económica habida desde la segunda mitad del XIX y, aún con diversos elementos de retraso, cuenta con otros de avance, modernización y progreso, tanto económico como social. Sin pretender triunfalismos, cuando el siglo XX entra en España, marcado por las pérdidas coloniales de Cuba y Filipinas, no todo es tan lúgubre o retrasado en nuestra economía, ni son nuestras instituciones desechables en su conjunto o por completo.
La banca y la II República
Con la inversión extranjera, sobre todo capitales franceses, belgas y, en menor medida, germanos, los inicios de siglo suponen el arraigo de banca y transportes, sobre todo ferrocarriles y marítimo. También se producen cambios notables en materia de protección del trabajador con la Ley de Dato de 1900, relativos a contingencias por accidentes laborales, enfermedad, prevención y seguros de retiro (creación del Instituto Nacional de Previsión en 1908), aunque desde el último tercio del siglo XIX se venían desarrollando las asociaciones de socorros mutuos, Montes de Piedad y mutuas patronales y de trabajadores, en un marco social y político que evolucionó en tal sentido hasta los años treinta del siglo XX. Con todo, la actitud empresarial en el panorama económico español es escasa, pobre, muy tradicional y a pequeña escala, basada casi exclusivamente en el proteccionismo, las ayudas o transferencias y los favores, desincentivando la innovación.
La II República de 1931-36 no supuso el cambio y despegue radical de la economía española que a veces se ha pretendido, ni promovió las reformas necesarias en una economía con graves lastres, y esto incluso considerando su más significativa reforma, en materia educativa y de escolarización; un ajuste monetario que, manteniendo cierta ortodoxia y tras abandonar el control de cambios, ajustó mínimamente a la baja los tipos de interés, sobre todo en el período 1934-5, permitiendo amortiguar el impacto que tuvo la depresión mundial de 1929-33; y ciertos impulsos de redistribución en la propiedad de la tierra que, al primar los criterios ideológicos, tuvieron menos éxito y eficacia de los previstos.
Lejos de la modernización y reformas que algunos pensaron (el experimento fue más revolucionario que otra cosa), la II República, junto con la Guerra Civil que la siguió, fue la exteriorización de las luchas y conflictos internos individuales en una sociedad dividida, enfrentada y confrontada, muy radicalizada, contextualizados en un marco de cambios, tensiones y crisis sociales producidos por cierto crecimiento económico y el avance de procesos industrializadores que también venían gestándose en Europa desde mediados del XIX, y que son parte de una época y de un contexto revolucionario avivado tras la Gran Guerra y la Gran Depresión internacional, a los que siguieron un conjunto de acontecimientos muy marcados por los acuerdos de Versalles.
La Guerra Civil y la autarquía que siguió al triunfo franquista sólo produjeron aislamiento, penurias, escaseces, dificultades, atrasos diversos y una organización, administración y gestión de la economía española como si de un gran cuartel se tratase. La imposibilidad de prolongar por más tiempo, y fue mucho, tal modelo autárquico e intervencionista, dio paso a cambios, iniciados alrededor de 1955 (los años 1951, 1952 y 1954 muestran tasas significativas de crecimiento) y que tienen su expresión en el Plan Nacional de Estabilización Económica de 1959, que constituye el primer gran cambio en nuestro sistema económico y social, aunque con ciertas cautelas que atenuarían su reputación.
El Plan de Estabilización
El cambio fue radical, trajo fuertes beneficios a la economía y los agentes (renta per cápita), y produjo tasas de crecimiento económico, hasta 1974, como no han habido. Pero fundamentalmente fue debido al punto de partida o de dónde se venía. Ni la economía se liberalizó tanto (son famosas las anécdotas para la adquisición, más bien "concesión", de coches Seat en los años 60 y 70, o las tramas administrativas y burocráticas para la obtención de licencias de comercio exterior, que destaparon escándalos como el de Matesa), ni el libre mercado imperaba en las transacciones o contratos de la mayor parte de agentes y sectores, empezando por el agrícola, pasando por el industrial y llegando hasta las relaciones laborales.
Comparada con el período autárquico, la economía se liberalizó y retornó su mirada hacia Europa, despuntando los intercambios comerciales, turísticos y culturales, pero también la emigración. Tal evolución fue animada por algunos políticos e intelectuales como Alberto Ullastres, Fernando María Castiella o Manuel Fraga, pero también y desde hacía tiempo, como recuerda incesantemente el profesor Velarde, por un grupo de pensadores y académicos, algunos implicados en servicios públicos, que transmitieron a sus discípulos que no es el intervencionismo, el proteccionismo o la nacionalización de la economía lo que nos saca de penurias y atrasos, como era costumbre, sino el mercado. Entre ellos están Manuel de Torres, Valentín Andrés Álvarez, José Larraz, Luis Olariaga, José Castañeda, José Piera Labra, José Vergara, Juan Sardá Dexeus, Mariano Navarro Rubio o los jóvenes Juan Velarde y Luis Ángel Rojo.
Los Pactos de la Moncloa
El segundo gran hito de nuestro desarrollo económico y transformación hacia una sociedad abierta y un Estado de Derecho se produjo a lo largo del período 1976-1981, conocido como la Transición, que transciende los siempre señalados Pactos de la Moncloa (1977), conducidos por Fuentes Quintana. Los Pactos introdujeron cambios y avances sustanciales (libertad de expresión, prensa, asociación y sindical o sobre asistencia letrada) y el desmoronamiento de la estructura del Movimiento Nacional, pero también dejaron reformas inconclusas o no abordadas.
Los Pactos promovieron una reforma monetaria de tipo ortodoxo, pero mantuvieron el error de las devaluaciones competitivas (1976 y 1977), y la independencia del Banco de España no llegó hasta 1994. La reforma fiscal, que modernizó las estructuras del sistema tributario español, no terminó de introducir el IVA, con cierto disgusto para su artífice, Fuentes Quintana. Además, se obviaron cambios estructurales de instituciones que ya entonces mostraban su ineficiencia, como el mercado laboral (que sigue sin desarrollar la regulación de la huelga) o el sistema de pensiones, con una estructura y un esquema financiero de reparto o piramidal, inaceptable en cualquier otro ámbito, obsoleto, insuficiente y dañino para el propio sistema.
El tercer gran salto de nuestra economía se produce en dos veces. Su primer impulso es el Tratado de Adhesión de España a la Comunidad Económica Europea, en 1986. No fue sencillo ni estuvo exento de costes, pero, con lógicos vaivenes, inauguró un proceso de cambio, apertura y crecimiento económicos desconocido hasta entonces por su duración, sostenimiento y robustez. Eso se complementó en 1992 con nuestra firma al Tratado de Maastricht, que constituía la Unión Europea, y con la entrada en primera instancia, aprobada en 1998, en la Unión Económica y Monetaria prevista en dicho Tratado y nuestra pertenencia al euro, que encauzó tipos de interés y tasas de inflación.
Este largo proceso, que todavía sigue evolucionando en busca de mejoras y un sentido perdido por la centralización de decisiones en Bruselas, el incremento de burocracia, intervención y lobbies políticos, y los incumplimientos continuados de casi todos los países de la eurozona, forzó reformas como la mencionada introducción del IVA en lugar de añejos impuestos sobre el consumo y la independencia del Banco de España. Pero sobre todo obligó a una mayor apertura y liberalización de toda nuestra economía, empezando por los movimientos de capitales y el desarrollo del mercado e instrumentos financieros, algunos inexistentes en nuestra economía (fondos de inversión, fondos y planes de pensiones, derivados) y a los que se ha culpado injustamente de la crisis de 2007-13, pero que facilitaron mucho nuestra evolución y desarrollo al reducir los costes financieros.
La pertenencia a la UE y el euro también exigió, entre 1996-2016, diversos procesos de apertura económica, reducción de proteccionismos y ayudas, así como cambios en la estructura productiva en favor de los servicios, y cierto desmantelamiento de privilegios u oligopolios que, sin embargo, ni han sido suficientes -desde luego no han desaparecido- y han estado tutelados por el poder político de cada momento, siguiendo estructuras o esquemas del pasado. En estos años, lo hemos contemplado en las eléctricas, las telecomunicaciones -telefonía y televisiones al frente-, construcción y obra pública, otras energías -carbón, eólicas y solares incluidas-, la industria naviera y astilleros, la siderurgia, los servicios hídricos (desaladoras), la distribución comercial y, recientemente, la estiba. Lo hemos contemplado en algunos servicios profesionales que se resisten a adaptarse a la directiva de 2006 o en el mercado laboral, donde la política y la ideología impiden romper viejos esquemas, privilegios y situaciones de poder, incluida la estructura de convenios reformada en 2012, pero que tanto tribunales laborales como los intereses de los afectados -como sucede en todo proceso de pérdidas de privilegios, prebendas, favores o transferencias- presionan para retornar a posiciones previas.
Mucho hemos cambiado y seguimos haciéndolo. La crisis nubla el análisis y su mala interpretación, las más de las veces, oculta la realidad de los factores que frenan nuestro progreso y desarrollo. Estamos ahítos de intervención política en la economía y, aun con los cambios mencionados, todavía es costumbre hacer depender nuestras decisiones, negocios o contratos y nuestro desarrollo de la dádiva, el favor o la intervención públicos. Es una lacra. Todavía en medio de las consecuencias de una grave crisis económica, muchos despotrican hoy contra el denominado espíritu de la Transición y su principal resultado, la Constitución Española de 1978, que aunó un amplio y auténtico consenso imprescindible en este tipo de normas, basado en el deseo de los españoles de no repetir errores y avanzar con normas básicas comunes que permitan resolver enfrentamientos sin violencias, o que culpan a la UE y al euro de nuestros males. Con todos sus defectos e imperfecciones, esos son los acontecimientos cruciales que han promovido, por más tiempo y con más fortaleza, nuestro progreso y desarrollo en libertad.