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El restaurante que naufragó en Zanzíbar

Rock Restaurant, en Zanzíbar

El ingenio humano le está ganando el pulso a los límites de la naturaleza. Edificios sumergidos emulando a las legendarias ciudades submarinas, complejos de oficina que se elevan sobre las nubes venciendo a la gravedad, hoteles que se desplazan por los cielos sobre las alas de un avión o un dirigible...

Y el Rock Restaurant ('Restaurante Roca'), encajado entre las olas de una playa de Zanzíbar, no podía ser menos.

  La sencillez y la cálida bienvenida que brindan a sus clientes es la muestra de que no es necesario reservar una suite exclusiva y cuyo precio supera los cuatro dígitos para fardar de unas vacaciones memorables y unas vistas de película con banda sonora de 'Memorias de África'. El restaurante se erige sobre un peñasco abandonado a pocos metros de la orilla, con pinta de barco naufragado. Las blancas paredes tachonadas de enredadera hundidas en la roca porosa, el tejado de paja tostada bajo el inclemente sol africano, la escalera carcomida por la intemperie que conduce a los visitantes al interior y una terraza de pocos metros cuadrados en la que se agolpan catorce mesas, algunos árboles y mullidos sillones. La misma terraza que se abre a un escenario de luces y colores cambiantes: rosáceo al amanecer, azul pálido al mediodía, fuego y sombras violetas por la tarde; y de postre, un entintado añil tachonado de estrellas.

Y que no falte la sonrisa del siempre atento camarero, sus manos como tocones arrugados sosteniendo la bandeja, sus ojos iluminándose con la llegada de cada nuevo cliente, que infunde aliento a su modesto local y evita que, a pesar de su tamaño reducido y la soledad de la zona, caiga en el olvido.

Es el retiro ideal para las parejas más románticas o para aquellos padres que, si bien siempre vuelcan todo su entusiasmo en organizar las vacaciones familiares, también anhelan unos minutos de tranquilidad lejos del bullicio que arman los niños con sus juegos en la arena. Unos minutos en los que no existan nada más que la jarra de cerveza reverberando frescor y las tapas de calamares, pulpos, langostas o camarones (surtido que se encuentra fácilmente al alcance de la caña del camarero).

Los mayores problemas de este diminuto restaurante es su aforo limitado (lo que plantea la necesidad de reservar previamente mesa para conseguir sitio fijo) y la accesibilidad cuando sube la marea a últimas horas de la tarde y la orilla cede terreno al invasivo mar. Pero ni siquiera este detalle carece de solución, ya que los interesados pueden emplear alguna de las barcas apostadas en la playa para atravesar el brazo de agua que los separa de la roca y tomarse en mitad de las aguas las últimas cañas saboreando el olor a flores que arranca la brisa, con la estilizada figura de la costa africana recortándose al fondo y la jungla despertándose al otro lado.

(imágenes: pinkadvisor.com)

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