
Me comprometí -como el resto- a no revelar ningún dato sustancioso de lo que vi, probé u olí en la que fue mi primera orgía (de élite) y que celebró la compañía británica Killing Kittens el sábado en Madrid. Naturalidad, curiosidad, experiencia y cierta frialdad fueron las claves de una fiesta de San Valentín diferente donde la ansiada orgía tardó en llegar pero cumplió: había más de 15 en esa habitación, más del doble si contamos el reflejo de los espejos en techo y pared.
Me decanté por el azul klein para respetar con tendencia el dress code de la noche. Y aposté por la máscara roja para satisfacer en un solo elemento dos de las varias reglas que Killing Kittens había impuesto para la noche: llevar algo rojo por San Valentín y cubrir el rostro con una máscara que asegurase la privacidad. Otra de las reglas -que a tiempo pasado entiendo como recomendación- era que el outfit inspirase lujo y glamour. En parte lo hubo, pero al final la elegancia la marqué yo.
El lugar de los hechos, que se me comunicó con 24h de antelación, se materializó en una mansión de cuatro plantas ubicada en una urbanización de lujo de la capital madrileña, que tenía a vista de azotea la Torre Picasso y la Torre BBVA. La decoración, al final, resultó ser de un mundano estilo barroco donde destacaban las pieles, las figuritas de buda en diferentes tamaños y los espejos. El jacuzzi estaba inutilizado por el frío.
En total, creo recordar que había nueve habitaciones perfectamente numeradas -hecho que me desconcertó- y entre las que rescato una que tenía cama redonda, con espejo en el cabecero, techo estrellado y una iluminación azul que combinaba con mi traje. Esta habitación inauguró la noche, pero con un cuarteto que me supo a poco.
La noche comenzó como otra cualquiera: un bar, música en playlist y alcohol. Los invitados se organizaron en grupos, surgieron las típicas conversaciones banales de todo comienzo y las propias de una noches así: 'es mi primera vez', 'vengo por curiosidad' ' yo soy un experto, en Londres se vive de otra forma..'. Lo cierto, los allí presentes -cerca de un cuarentena- eran de apariencia normal en su mayoría. Y cualquiera de ellos podría pasar por tu vecino, por tu compañero de trabajo o por tu amigo de la infancia. No obstante, y afortunadamente para el grupo, sí que estaban los que tenían que estar, los encargados por puro placer de "abrir la lata". Todavía viene a mi memoria el estilismo de una invitada, tan pequeño que cabría en el bolsillo de mi americana. Bueno, la fusta no.
Iba por mi tercer gin tonic y allí no había pasado nada, salvo el cuenco de cacahueses que me acabé. "La noche está lenta, cohibida", me dijo un tipo de acento extranjero y experimentado en estos eventos. Las propias organizadoras de Killing Kittens, por su parte, ya me habían confesado que en España todavía estaban arrancando a diferencia de otras ciudades como Londres, Nueva York o Berlín. Tenía un tiempo limitado, y no me quería ir sin catar la esencia de un evento de esta compañía británica. Por fortuna, en una última vuelta donde recorrí toda la mansión me topé con lo que buscaba.
Los jadeos agudos de una fémina penetrada por un hombre contra el marco de la puerta fue el preámbulo que vi nada más terminar el último escalón que me llevaba a la tercera planta. La habitación elegida no era ni la más bonita ni la más grande, pero al entrar comprendí que el entorno no importaba.
Había más mujeres que hombres. Muchas de ellas mantenían sus conjuntos de lencería fina y jugaban animadamente entre sí. En cambio, los hombres totalmente desnudos solo buscaban dar placer al harén, porque entre ellos "ni tocarse". Me quedé en la puerta mirando, había otro a mi lado que tampoco se decidía. La mujer cuyo outfit cabría en mi bolsillo ya no llevaba nada -ni la fusta- y entró decidida.
Y hasta aquí.