Política

Moncloa se equivoca si cree que basta con exigir que se cumpla la ley

    Mariano Rajoy, presidente del Gobierno. Imagen: EFE

    Pedro del Rosal

    España no es un Estado autoritario ni Cataluña es una colonia oprimida y saqueada, tal y como desacomplejadamente proclama el independentismo.

    Habrá quien piense que son obviedades innecesarias de afirmar y defender, pero lo cierto es que en Cataluña hay cerca de dos millones de personas que respaldan con su votos estas tesis. Y que, a lomos de esa mayoría, el Gobierno de una de las regiones más ricas y más pobladas del país está dispuesto a romper la legalidad y abrir una crisis de consecuencias impredecibles.

    Resulta decepcionante el escaso interés que se percibe desde el Gobierno, las instituciones y las fuerzas políticas nacionales por reivindicar un Estado que, con sus muchísimas fallos y deficiencias, está a la altura de las democracias de nuestro entorno.

    El esquema se repite de forma sistemática. Cualquier hecho es instrumentalizado por los independentistas -incluso torciendo la realidad hasta donde haga falta- para alimentar su victimismo sin que nadie en el otro lado los rebata. Así ha sucedido con el colapso de El Prat, en donde desde ERC se ha llegado a plantear que la huelga era un nuevo ataque del Estado a Cataluña.

    Hace unos meses, Puigdemont equiparó en Estados Unidos la democracia española con la Turquía de Erdogan y afirmó que los catalanes luchaban pacíficamente por sus derechos civiles, como a mitad de siglo XX lo hizo la comunidad negra en el país. ¿Recuerdan alguna reacción?

    Podría confundirse el silencio del Estado con la falta de argumentos para defender que España no es una democracia de baja intensidad, mantra que se repite habitualmente desde la Generalitat. Pero es que no hace falta rebuscar demasiado.

    España es miembro de la UE, del Consejo de Europa y de muchos otros organismos internacionales que exigen para su ingreso credenciales democráticas. También, está sometida a la Justicia de la UE y al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, organismos que no muestran ningún complejo en condenar las vulneraciones de las instituciones.

    ¿Están todos estos organismos haciendo la vista gorda y obviando los desmanes y abusos del Estado contra Cataluña? Evidentemente no. Pero eso no cambia una realidad: sigue habiendo casi dos millones de catalanes que votan tesis independentistas. No son más -según las últimas elecciones el 47,7 por ciento-, pero están más movilizados, hacen más ruido y demuestran más convicción que los contrarios a la independencia.

    El valor de la ley está en la confianza de la ciudadanía en su fuerza obligatoria y vinculante. Sin ella, es papel mojado. Pero, para alimentar esa confianza, no basta con enunciar su obligatoriedad y advertir de las consecuencias de su incumplimiento.

    Desinterés peligroso

    Frente a un independentismo incansable en la deslegitimación del Estado, la ley y los tribunales -con la inestimable ayuda de Podemos y sus marcas asociadas-, nos encontramos un constitucionalismo acomplejado y perezoso. Y este desinterés pone en peligro la respuesta del Estado ante el desafío soberanista, puesto que las medidas excepcionales que aquí se detallan requieren de un respaldo y una legitimación política y social muy amplia.

    Tiene razón el Gobierno de Rajoy cuando se muestra inflexible en exigir y garantizar el cumplimiento de la ley, y está perfectamente legitimado para emplear en ello los recursos que el ordenamiento pone a su alcance. Pero se equivoca si considera -y así lo parece- que con eso basta.

    El órdago independentista no sólo se combate con la ley y los tribunales. El Ejecutivo tiene que entrar a la batalla de la opinión pública e invertir tiempo y recursos en convencer y en legitimar el Estado. Cada mentira y manipulación del soberanismo no rebatidas debilitan las instituciones y la ley.

    En esta tarea hay también que exigirle un compromiso firme a un PSOE que, si bien se muestra más activo en la voluntad de convencer a los catalanes frente al discurso soberanista -aunque con propuestas vacías de contenido-, comete el grave error de incorporar a su ideario tesis que legitiman posiciones rupturistas.