Opinión

¿Ciudades para moverse o para sobrevivir? Repensar la movilidad urbana global

  • Cuando el transporte se convierte en un privilegio, la ciudad deja de ser un espacio común y se vuelve un filtro social

elEconomista.es

*Por Joudia Boujdaini, vicepresidenta de la Asociación Española del Transporte

Moverse por la ciudad debería ser un acto cotidiano, simple, casi natural. Pero en muchas partes del mundo, desplazarse es una prueba diaria de paciencia, resistencia y necesidad. La movilidad urbana no es solo una cuestión de transporte: es un reflejo del modelo de ciudad, de quién tiene derecho a moverse y cómo.

En Europa occidental, ciudades como Ámsterdam, Copenhague o París han apostado por un modelo que prioriza a las personas sobre los vehículos. Han invertido en transporte público eficiente, ciclovías seguras, zonas peatonales y áreas de bajas emisiones. No se trata solo de infraestructura, sino de una visión política que pone la calidad de vida y el medio ambiente en el centro.

Madrid, por su parte, vive una transición llena de tensiones. Con una de las redes de metro más amplias de Europa, sigue siendo una ciudad fuertemente dominada por el coche. Iniciativas como Madrid Central o Madrid 360 han generado polémica y giros según el color político. Las bicicletas y los patinetes luchan por espacio en una infraestructura aún poco adaptada. Madrid refleja el choque entre el viejo modelo urbano y las promesas del nuevo.

En América Latina, São Paulo encarna las contradicciones urbanas. Con una red amplia de metro, trenes y autobuses articulados, la ciudad sigue viendo al coche como símbolo de estatus. Los atascos son interminables, y los habitantes de la periferia recorren largas distancias cada día, muchas veces en condiciones precarias. Sin embargo, también ha liderado la implementación de carriles exclusivos para buses, regulado apps de transporte y promovido la integración tarifaria. Modernización y desigualdad conviven en tensión constante.

Más allá de Europa y América, moverse suele ser una batalla. En Estambul, millones dependen de una red diversa —metro, tranvía, ferris, metrobús—, pero la presión demográfica y el urbanismo disperso sobrepasan la capacidad de planificación. En El Cairo, la congestión es crónica. Aunque existe un metro eficiente, la mayoría depende de taxis compartidos o microbuses informales. El coche domina el espacio urbano, y la movilidad se convierte en un desafío de supervivencia. Casablanca ha introducido tranvías modernos y planes de movilidad sostenible, pero la realidad cotidiana sigue siendo complicada. El transporte público formal convive con sistemas informales, y los peatones y ciclistas siguen sin prioridad.

Lagos, una de las megalópolis más congestionadas del mundo, se apoya en los "danfos" (minibuses), mototaxis y ferris improvisados. Aunque hay proyectos de tren ligero y BRT (Bus de Tránsito Rápido), avanzan lentamente, atrapados entre urgencia y falta de planificación.

En Nairobi, la movilidad eléctrica y los carriles exclusivos ofrecen esperanza, pero el sistema sigue dominado por los "matatus", minibuses informales. La inseguridad vial y los largos trayectos afectan sobre todo a los más vulnerables. En Kinshasa, moverse es sinónimo de precariedad. La ausencia de red formal y el deterioro de la infraestructura hacen que caminar —aunque peligroso— sea a veces la única opción viable.

Y sin embargo, incluso en estos contextos difíciles, emergen soluciones. Plataformas digitales que organizan rutas, proyectos de urbanismo táctico o pequeñas iniciativas de movilidad eléctrica muestran la capacidad de adaptación del sur global. No todo está perdido: muchas de estas ciudades generan respuestas creativas, arraigadas en sus realidades.

Lo que une a todas estas urbes es una pregunta urgente: ¿quién tiene derecho a moverse dignamente? Cuando el transporte se convierte en un privilegio, la ciudad deja de ser un espacio común y se vuelve un filtro social.

El futuro de la movilidad urbana no se construye solo con tecnología o grandes obras. Requiere decisiones políticas, visión colectiva y justicia espacial. Se trata de diseñar ciudades donde moverse no dependa del nivel de ingresos ni del barrio. Porque al final, no es solo cuestión de llegar, sino de cómo —y para quién— se hace ese camino.