Opinión

Miedo del Reino Unido a Rusia

  • Reino Unido y otros países muestran desinterés por incluir a Rusia en seguridad europea

Jorge Cachinero

Las clases dirigentes británicas sufren de rusofobia desde hace casi 200 años. Esta enfermedad es de carácter epidémico y su etiología es un miedo irracional a la Federación de Rusia. Los gobiernos británicos atribuyen el origen de dicho mal a la propia Rusia por ser la nación de mayor extensión del mundo, por asociarla con el frío estepario oriental y por sus supuestas ambición expansionista y barbarismo asiático.

El Imperio Otomano fue la fuerza dominante en la región de Crimea durante varios siglos. Sin embargo, el zar Pedro I el Grande impulsó el crecimiento de la frontera meridional de Rusia a finales del siglo XVII, lo que la enfrentó con el Imperio turco con frecuencia.

Rusia estableció el Estado independiente tártaro de Crimea tras uno de esos conflictos e, inmediatamente después, la zarina Catalina II lo anexionó y lo convirtió en territorio ruso.

Crimea fue parte a mitad del siglo XIX del llamado "gran juego" entre los imperios británico y ruso, por el cual el primero protegía a su joya más preciada, la India, y al Canal de Suez de las incursiones rusas respectivas hacia Asia oriental y hacia el Mar Mediterráneo.

Londres se involucró en la protección de un Imperio Otomano decadente frente a Rusia para que ésta no ganara acceso fácil a los mares Negro y Mediterráneo.

Estos mismos argumentos y prejuicios han vuelto a ser utilizados por los gobernantes ingleses desde que Crimea se reincorporó a la Federación de Rusia en 2014 y Moscú inició su Operación Militar Especial en Ucrania en 2022.

El Reino Unido y otras naciones occidentales han mostrado un desinterés absoluto por incorporar a Rusia en la estructura de seguridad europea desde la disolución de la Unión Soviética y han apostado por las sanciones y por la ausencia de contactos con Moscú.

Rusia observa con estupor desde hace treinta años cómo la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) sigue expandiéndose hacia el este para trocear Rusia y que lo haga aupado sobre una cruzada moral de una civilización occidental hoy decadente.

El presidente de Estados Unidos (EE. UU.), Donald J. Trump, está intentando poner fin a esta política mediante la diplomacia activa y el diálogo con el liderazgo ruso.

Trump está persuadido de que las grandes potencias globales han de ser capaces de negociar y de pactar entre ellas para defender mejor sus intereses, mediante una competencia estratégica legítima en un mundo que dejó de ser unipolar.

La recaída del Reino Unido en la rusofobia a comienzos del siglo XXI parece ser su inclinación natural fruto de un reflejo histórico e imperial, a pesar de que ya no gobierna las olas.

Esa nostalgia imperial de una nación que no es un imperio desde hace casi un siglo es el único recurso que le queda al Reino Unido para pretender seguir jugando el papel de socio menor del hegemon mundial, EE. UU., que, a su vez, dejó de serlo también.

El Reino Unido utiliza ese odio antirruso enfermizo como palanca para reafirmarse ante sí misma y ante terceros como poder global en un momento decisivo de la reordenación del mundo.

La ausencia de realismo de los gobernantes británicos del presente les impide reconocer que el Reino Unido no tiene las capacidades militares para hacer frente a la Federación de Rusia.

La única baza que le queda por jugar al Reino Unido es la de la superioridad moral de su sistema político frente al ruso, lo que no es más que una orgía de hipocresía en la que se encuentran entretenidos los herederos de la expansión sin límites del Imperio británico.

El Reino Unido no es una gran potencia desde hace mucho tiempo y se ha convertido en un adicto de la rusofobia como excusa para imponer a su población un incremento desmesurado de su gasto militar, aunque sea a costa de su bienestar.

Este propósito provinciano y perverso de los políticos británicos necesita de la agitación de la amenaza de una Rusia, a la que se presenta como un enemigo inherente y con la que no se debe hacer negocios.

La versión actualizada del "si Crimea cae, Moscú vendrá a por Europa a continuación" es el banderín de enganche que muestra a sus ciudadanos una ristra patética, cuando no, bufona, de primeros ministros como Boris Johnson, Liz Truss, Rishi Sunak o Keir Starmer. ¡Qué Dios salve a los británicos!