¿Ayudará Trump a que la UE deje de autoboicotearse y desate su potencial empresarial?
Ramón Valdivia
"El camino del infierno está empedrado de buenas intenciones". También podríamos haber titulado así esta tribuna, cuyo humilde propósito es llamar la atención sobre un hábito muy peligroso para la economía de todos los países que formamos el Bloque de los 27: la hiperregulación como "solución". Una "catarata" normativa que, a pesar de su loable propósito, daña enormemente la sostenibilidad de nuestro tejido productivo debido a la constante inseguridad jurídica que provoca.
Recíprocamente, quizá podríamos esperar que la agresiva oleada de aranceles anunciada por Donald Trump logre que la UE y sus miembros cambien el rumbo intervencionista por una mayor unidad en pos de favorecer nuestra competitividad empresarial e impulsar nuestra capacidad inversora.
El reciente informe de coyuntura y previsiones de la Organización Internacional del Transporte por Carretera (IRU) ha puesto sobre la mesa una realidad inquietante para este sector en el ámbito comunitario: la previsión de crecimiento (en t.km.) del 9% para la demanda de transporte de mercancías por carretera de la UE de aquí a 2030 podría no cumplirse.
La razón no es otra que los nubarrones que se ciernen sobre los operadores de transporte en forma de guerras comerciales, incertidumbre geopolítica, fluctuaciones en los precios energéticos y sanciones internacionales. Este último punto no es baladí ya que se multiplican las "tarjetas rojas" para las empresas transportistas. Aunque muchas de estas medidas parten de objetivos encomiables -el Pacto Verde o el Paquete de Movilidad-, su implantación precipitada y descoordinada está provocando efectos contraproducentes e, incluso, nefastos.
El sector europeo del transporte se enfrenta a exigencias medioambientales que no tienen parangón en otras regiones del mundo, donde las regulaciones son más laxas o inexistentes. Esto crea una desventaja estructural para nuestras empresas, que asumen costes adicionales difíciles de repercutir, especialmente en un mercado global altamente competitivo.
Las nuevas normativas, como los peajes basados en emisiones de CO2, la directiva CS3D sobre debida diligencia, la CSRD de reporting de sostenibilidad o la inclusión en el marco del ETS II (comercio de emisiones) no solo encarecen la operativa diaria, sino que dificultan la planificación estratégica de estas compañías, atrapadas en una maraña regulatoria en constante mutación. La consecuencia: costes crecientes, menor inversión y más incertidumbre.
España, históricamente líder junto a Alemania y Polonia en el transporte de mercancías por carretera europeo, tampoco escapa a esta presión normativa. La reducción de la jornada laboral a 37,5 horas semanales, por ejemplo, puede parecer socialmente deseable, pero amenaza con reducir la productividad de nuestros conductores de larga distancia hasta en 8.000 kilómetros anuales. Un nuevo golpe a la competitividad en un sector que, además, tiene limitada su capacidad de inversión en tecnologías "verdes" por la falta de apoyos e incentivos adecuados.
En este punto, es fundamental destacar que nuestros transportistas quieren avanzar hacia una movilidad más sostenible, pero para lograrlo se necesita una transición realista, que respete el principio de neutralidad tecnológica y un apoyo equitativo a todas las energías renovables, incluso si son líquidos o gases en lugar de electrones.
Hoy por hoy, los combustibles neutros o bajos en emisiones de CO2 siguen penalizados fiscalmente en España, lo que está frenando las necesarias inversiones en bio-refinerías por la ausencia de un horizonte de alta demanda. Una realidad que contrasta con modelos como el francés, que apuesta decididamente por su impulso mediante exenciones fiscales. Los fabricantes de camiones, por su parte, sufren costes disparados y una demanda insuficiente, lo que cierra el círculo vicioso de renovación de flotas y limita la eficiencia del sector.
Y en este ya complejo contexto regulatorio, nos despertamos el 3 de abril con una nueva sacudida al comercio internacional. Con la teatralidad a la que ya nos tiene acostumbrados, la Casa Blanca anuncia la imposición de aranceles a prácticamente todas las importaciones hacia EE.UU., incluidas las procedentes de la UE.
Aunque en el caso de España el impacto directo podría parecer limitado debido al escaso volumen de exportaciones directas a ese país, el efecto indirecto puede ser significativo. Muchas industrias europeas -alimentadas por componentes españoles- exportan sus productos acabados a la economía norteamericana. Si estas se ven afectadas, nuestra industria auxiliar, nuestra cadena logística y el transporte por carretera español también sufrirán.
Esta nueva oleada de proteccionismo comercial liderada por Trump debería servir como llamada de atención para las autoridades comunitarias. Los recientes informes Leta y Draghi ya han señalado que el futuro de la economía europea pasa por una menor intervención y una regulación más clara, estable y predecible. El transporte por carretera -mueve casi el 78% de las mercancías en la UE a bordo de 6,4 millones de camiones- no puede seguir siendo el chivo expiatorio de una política climática desalineada con la realidad económica.
La sostenibilidad debe entenderse en sus tres dimensiones: ambiental, sí, pero también económica y social. Es hora de que Bruselas y los gobiernos nacionales reaccionen. La respuesta al proteccionismo estadounidense no debería ser, en mi opinión, mayor rigidez normativa interna. Al contrario: necesitamos una Europa que libere el potencial de sus empresas, que fomente la innovación y que ofrezca certezas. Una Europa que crea en su capacidad industrial y logística. Porque lo contrario, como hemos venido advirtiendo desde hace años, es el riesgo real de colapso de un sector indispensable. El transporte no es un lujo ni un vestigio del pasado: es la arteria vital que conecta productores, industrias y consumidores. Sin él, no hay comercio, no hay abastecimiento, no hay futuro.