Opinión

El efecto de los aranceles con que Trump amenaza a Pekín

  • Un gravamen del 10% sobre todas las importaciones
  • Otro del 60% sobre todas las importaciones chinas y un arancel del 100% sobre todos los automóviles fabricados fuera de Estados Unidos
Donald Trump.

Nancy Qian
Madrid,

Donald Trump sigue liderando las encuestas de cara a las elecciones presidenciales estadounidenses, por lo que muchos se preguntan cómo abordaría China una segunda administración del líder republicano.

La postura de Trump en cuestiones puramente políticas no está clara. Recientemente comentó que Taiwán debería pagar por el apoyo de EEUU, dando a entender que no está dispuesto a defender la isla de un ataque de China, incluso cuando sus antiguos -y quizás futuros- asesores abogan por un gran despliegue militar en Asia. Pero el enfoque económico de Trump hacia China es mucho menos ambiguo: los dos países son competidores, y Estados Unidos debe ganar.

En este sentido, Trump y el Partido Republicano no son tan diferentes del presidente estadounidense Joe Biden y el Partido Demócrata. La administración Biden-Harris mantuvo la mayoría de los aranceles impuestos por Trump a China e intensificó la atención al sector de la alta tecnología, en particular los vehículos eléctricos y las baterías, que China ha llegado a dominar. Políticos de los dos principales partidos han expresado su preocupación por la posibilidad de que la seguridad nacional de Estados Unidos se vea comprometida en caso de que no pueda fabricar su propia tecnología libre de emisiones, y de que se quede aún más rezagado en un sector que es importante para la economía del futuro basada en las energías renovables.

En su segunda carrera presidencial, Trump ha propuesto más aranceles: un gravamen del 10% sobre todas las importaciones, otro del 60% sobre todas las importaciones chinas y un arancel del 100% sobre todos los automóviles fabricados fuera de Estados Unidos. Esto preocupa a muchos economistas porque estas tasas tan elevadas, junto con otras propuestas fiscales de Trump, podrían costar a los estadounidenses 500.000 millones de dólares al año, una carga que soportarían desproporcionadamente los hogares con menores ingresos, que dependen más de las importaciones baratas.

Los observadores pueden preguntarse si los vientos en contra económicos resultantes impedirían a Estados Unidos imponer aranceles tan elevados en caso de que Trump volviera a la Casa Blanca. La respuesta es probablemente no. La historia sugiere por qué el Gobierno seguiría adelante con una agenda política que perjudicaría al estadounidense medio.

Washington siempre ha valorado estar en la frontera tecnológica. Tras la Primera y la Segunda Guerra Mundial, cuando otros países aliados pidieron a Alemania tierras y dinero en concepto de reparaciones de guerra, Estados Unidos se centró en conseguir patentes alemanas para impulsar la innovación estadounidense. Y funcionó: el acceso a la propiedad intelectual alemana después de la Primera Guerra Mundial aumentó significativamente las patentes estadounidenses en química orgánica, un campo en el que los alemanes eran líderes mundiales en aquel momento.

Un ejemplo más reciente fue la guerra comercial entre Estados Unidos y Japón en la década de 1980. Por aquel entonces, muchos estadounidenses consideraban que la creciente cuota de mercado de Japón en los sectores de los semiconductores y la automoción constituía una amenaza para la economía estadounidense. Para hacer frente a la preocupación por el dumping de estos productos, los dirigentes estadounidenses aplicaron políticas excepcionalmente agresivas contra Japón.

Para empezar, la administración demócrata del presidente Jimmy Carter pidió a los fabricantes de automóviles japoneses que construyeran fábricas en suelo estadounidense. A continuación, la administración republicana del presidente Ronald Reagan impuso aranceles del 100% a importaciones japonesas por valor de 300 millones de dólares en 1987.

Las dos guerras comerciales son similares. Entonces, como ahora, el gobierno estadounidense pretendía asegurar la supremacía económica de Estados Unidos, una agenda que contaba con un fuerte apoyo popular en todo el espectro político, a pesar de las grandes pérdidas netas para los consumidores y las empresas estadounidenses. Los aranceles impuestos por Estados Unidos en ambos casos violaban las normas internacionales establecidas por el Acuerdo General sobre Aranceles Aduaneros y Comercio y su sucesora, la Organización Mundial del Comercio. Incluso la reciente retórica política contra China, que advierte de un futuro conflicto militar en el estrecho de Taiwán, se hace eco de los ataques contra Japón de la década de 1980, que a menudo se remontaban a la Segunda Guerra Mundial.

Pero existen importantes diferencias entre ambos casos. Japón dependía totalmente de EEUU para su defensa militar en la década de 1980. Por ello, los líderes políticos estadounidenses confiaban en que cualquier campaña de presión -razonable o no- acabaría teniendo éxito. Con China no existe tal seguridad.

La capacidad de China para responder a las exigencias estadounidenses también se ve limitada por sus preocupaciones internas. En 1990, la renta per cápita de Japón y Estados Unidos se situaba en un nivel similar, mientras que la renta per cápita china es mucho menor, situándose actualmente en torno al 17% de la estadounidense. El gobierno chino ha realizado grandes inversiones para elevar su población a la clase media y establecerse como líder mundial en sectores de alta tecnología, lo que limitará su margen de maniobra.

En un momento de enorme incertidumbre política, una cosa está clara: el gobierno estadounidense mantendrá su postura agresiva hacia China, una política que, como ocurrió con Japón en la década de 1980, cuenta con apoyo bipartidista. Pero mientras que Japón ha cedido a la mayoría de las demandas de Estados Unidos, China puede no estar dispuesta o no ser capaz de ser tan complaciente. Los dirigentes chinos y estadounidenses tendrán que reconocer mutuamente sus objetivos y limitaciones si quieren evitar tremendas pérdidas económicas para sus pueblos.