Opinión

¿Protestaremos contra las normas que ahora reclamamos?

Camiones estacionados en las inmediaciones de Mercabarna. / Lorena Sopêna - Europa Press

Ramón Valdivia

Al albur de las protestas de los agricultores, el debate sobre la conveniencia del intervencionismo regulatorio en las transacciones comerciales privadas se ha reavivado, con las próximas elecciones al Parlamento Europeo como telón de fondo. El denominador común parece ser tanto el hartazgo por las crecientes cargas burocráticas intervencionistas impuestas desde Bruselas como el miedo a que la competencia exterior se vea libre de dichas imposiciones y disfrute de ventajas "desleales". El campo demanda, entre otras reivindicaciones, poner fin a los acuerdos de libre comercio con terceros países y, paradójicamente, que la UE lleve al máximo su intromisión fijando precios de intervención y mínimos para todos los productos.

Ejemplos de efectos negativos, e incluso contraproducentes, de las actuaciones directas del regulador público en el mercado hay muchos y variados. Pero se ve que no aprendemos. Cuanto más prolija y detallista sea la intervención regulatoria, mayor burocracia y lastre competitivo supondrá; además, más difícil resultará la vigilancia para hacer que se cumpla, especialmente en mercados en los que participan cientos de miles de actores diferentes. Por tanto, más espacio para la picaresca y para que los "avispados" puedan ejercer esa competencia desleal que se trata de combatir.

Establecer marcos de referencia y objetivos "macro" que intentemos cumplir colectivamente es, en tiempos de estabilidad, labor de las autoridades. En tiempos excepcionales -crisis financiera de 2008 o el confinamiento de 2020, por ejemplo- seguramente deban actuar de otro modo para asegurar que el know-how acumulado en el tejido empresarial, lejos de desaparecer, esté disponible cuando se supere la crisis y se requiera una rápida recuperación.

En lo que podríamos ver como un instrumento de auto-sostenimiento, las normas regulatorias sobre cualquier materia no paran de crecer. Basta echar la vista atrás para comprobar que durante 2022 se aprobaron, sólo en nuestro país, 10.873 normativas, lo que equivale a la creación de dos normas por día a nivel estatal y a un volumen de Reales Decreto-Ley que casi duplicó el promedio de los últimos 40 años.

Esta tendencia hacia la regulación y el intervencionismo se manifiesta de manera exacerbada en el transporte profesional por carretera, una industria altamente regulada con normativas que abarcan desde cuestiones laborales y comerciales hasta aspectos técnicos, de competencia, documentación, formación o restricciones de circulación. Un sector al que se le han redoblado sus deberes, sobre todo en materia medioambiental y social. Una maraña normativa que se convierte en un obstáculo para su eficiencia.

Hoy hay quienes, añorando épocas pasadas, pretenden regular los precios a golpe de BOE y determinar por ley cuántos y qué tipo de "actores" pueden coprotagonizar las transacciones comerciales entre transportistas y demandantes de transporte. La primera fase de la llamada Ley de la Cadena de Transporte se aprobó el verano pasado, a través del Real Decreto-Ley 14/2022, con el fin de evitar que se puedan prestar servicios de transporte a precios que no cubran el coste. Una norma que "bebe" de la Ley de Cadena Alimentaria, que promovió en 2013 el entonces ministro Arias Cañete y cuyo impacto, como se está viendo, está lejos de ser efectivo. Una ley fallida que el ministro Planas intenta ahora enmendar prometiendo a los agricultores aumentar las inspecciones y las sanciones.

¿Por qué este tipo de regulaciones, que podríamos etiquetar de "artificiales", no suelen funcionar? Porque en el terreno de juego económico suelen perder la batalla frente a las leyes "naturales" del mercado. Desde del "laissez faire et laissez passer" del francés Vincent de Gournay hasta la "mano invisible" del escocés Adam Smith encontramos literatura y experiencia acumuladas en favor de la idea de que la búsqueda individual del interés propio tiene como resultado el bienestar colectivo a través del aumento de la prosperidad de la sociedad.

En cambio, se echa de menos un marco regulatorio que permita y promueva el crecimiento empresarial para que dejemos atrás el endémico mal de la fragmentación que nos ha llevado a tener en España el doble de empresas de transporte por carretera que Alemania para operar en un mercado que es menos de la mitad del germano. Que las empresas crezcan y compitan entre ellas puede ser un buen marco normativo. Con quién contraten y a qué precios lo hagan no está, en mi opinión, entre los asuntos que el regulador pueda establecer. Si finalmente continuamos por este camino, con más y más baremos sancionadores y documentación que cumplimentar, me atrevo a vaticinar que, como ahora los agricultores y ganaderos, acabaremos manifestándonos contra la burocracia estatal.

Ramón Valdivia es vicepresidente ejecutivo de la Asociación del Transporte Internacional por Carretera (ASTIC)