Los Bancos Centrales no son la respuesta a la guerra comercial
Alberto Nadal
Los Bancos Centrales, y en concreto la Reserva Federal, poco pueden hacer en caso de una guerra comercial total entre EEUU y China, que contraiga fuertemente el comercio mundial y, por tanto, la actividad económica. En efecto, el recrudecimiento de las tensiones comerciales que estamos viviendo es hoy uno de los principales riesgos para el crecimiento mundial. Por ello, una parte del mundo económico espera que, en el peor escenario de la guerra comercial entre EEUU y China, es decir, una escalada descontrolada de medidas proteccionistas que resulte en una reducción significativa de los intercambiosmundiales, la Reserva Federal y el resto de las autoridades monetarias vengan al rescate de la economía global rebajando tipos de interés o irrigando con activos líquidos las principales economías.
La lógica que hay detrás de esta expectativa es sencilla: cuando entramos en la fase recesiva del ciclo, el instrumento más rápido y eficaz es la política monetaria; por tanto, que apliquemos masivamente una política monetaria expansiva ahora que no hay inflación y, de esta manera, evitaremos males mayores. Es más, el debate se ha dirigido rápidamente hacia cuál es el Banco Central que tiene más potencia de fuego. La Fed está en mejor posición que el BCE porque ésta, desde principios de 2016, elevó los tipos de referencia hasta el 2,5 por ciento actual, y, por tanto, tiene más armas que el BCE que mantiene tipos a cero desde 2015.
En mi opinión todo este debate es estéril. La política monetaria es la principal arma anticíclica cuando son las fluctuaciones en la demanda agregada las que alteran la actividad económica. De esta forma, cuando hay un exceso de demanda en la economía, es decir, cuando los agentes económicos quieren comprar más de lo que se puede producir generando inflación, los Bancos Centrales elevan los tipos y toman otras medidas de política monetaria para contraer el crédito y enfriar así los ímpetus de la demanda. A sensu contrario, cuando las compras están deprimidas, y lo que hay es exceso de capacidad productiva, las políticas monetarias intentan animar las decisiones de consumidores e inversores abaratando el crédito. Así, cuando las fluctuaciones cíclicas están provocadas por las decisiones de los demandantes, la inflación y la actividad van en la misma dirección: una economía sobrecalentada tiene mucha actividad e inflación, y a una economía deprimida le ocurre lo contrario.
Las reformas estructurales blindarían a España ante una próxima recesión
Pero ¿qué ocurre cuando es la oferta, es decir las condiciones de producción, la que mueve el ciclo? Esto es algo que se produce menos habitualmente, y, en general está asociado al aumento del precio de un factor productivo: típicamente una subida del petróleo, que encarece la energía, o conflictividad laboral, que eleva los salarios. En estos casos, contrariamente a lo que hemos visto cuando el ciclo se mueve por factores de demanda, producción y precios se mueven en direcciones contrarias. El ejemplo paradigmático son las crisis energéticas de los años setenta. En aquel entonces, la elevación de los precios de la energía provocó falta de actividad (que se tradujo en desempleo) e inflación, simultáneamente.
Pues bien, la guerra comercial a la que me refería al principio pertenece a esta segunda clase de movimientos cíclicos. Es un choque de oferta, no de demanda. Veamos por qué. En el comercio internacional cada país se especializa en aquellos bienes y servicios en los que tiene ventaja comparativa. Es decir, cada nación produce más de aquello que puede producir relativamente en más cantidad y más barato, y luego lo intercambia por productos en los que tiene desventaja, y que han producido otros países. El resultado es que el mundo en su conjunto produce más, al ser más eficiente, y los consumidores acceden a más productos y más baratos.
Por el contrario, cuando se dificulta el intercambio comercial, la producción mundial disminuye porque se deja de aprovechar la eficiencia de la especialización global: cada país empieza a producir internamente bienes que reemplazan a los que antes importaban, pero lo hacen en menor cantidad y más caros que cuando los compraban de otros países que eran más eficientes en su producción. El resultado es, así, equivalente a un choque petrolífero: menos producción e inflación. Por ello, han fracasado todos y cada uno de los experimentos autárquicos a lo largo de la Historia.
La solución para la caída de la eficiencia comercial es estimular la productividad
En esas circunstancias de poco sirve la política monetaria. Si se contrae la actividad, y por tanto se reducen los bienes disponibles y eso genera inflación ante la escasez, aumentar la demanda es como echar gasolina al fuego. En los años setenta eso ya se intentó. Se trato de combatir la contracción de la actividad vinculada al aumento del precio del crudo con políticas demanda expansivas y el resultado fue una inflación galopante que terminó trayendo el giro conservador en la política económica que protagonizaron Margaret Thatcher y Ronald Reagan.
La respuesta correcta pasa, por el contrario, por estimular la productividad. Ante una reducción de la eficiencia global por la guerra comercial la única solución es contrarrestar esa reducción con ganancias de eficiencia en otras áreas. Esto es difícil y lento, pero no hay otra solución. Como demostraron los choques de los años setenta, la salida ante una crisis de esta naturaleza es más inversión, progreso tecnológico, flexibilidad en el aparato productivo, mejora en la educación, eficiencia energética, sistemas impositivos lo menos desincentivadores posibles y regulación ajustada. Es decir, todo aquello que estimula la productividad y que es políticamente más difícil, pues las reformas estructurales tienen coste político a corto plazo y sólo dan resultado a largo.
Por eso, ante estas dificultades, es más fácil pensar que la Reserva Federal y el Banco Central Europeo tienen la llave para evitar la recesión si las cosas se ponen feas.