Opinión

Una brillante jugada comercial de la Unión Europea


    Daniel Gros

    En el frente comercial transatlántico se respira cierta tranquilidad desde el mes pasado, cuando el acuerdo entre el presidente estadounidense, Donald Trump, y el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, alejó el temor a una guerra de aranceles declarada. Tomó a muchos por sorpresa, pero tal vez fuera previsible.

    El núcleo del acuerdo es el compromiso de la Unión Europea y Estados Unidos de "trabajar juntos para la eliminación total de aranceles, barreras no arancelarias y subsidios en bienes industriales no automotrices" y de suspender mientras tanto la imposición de barreras comerciales nuevas. Pero lo más importante no es que esto abra la posibilidad de un acuerdo de libre comercio, sino que pone fin a la escalada de represalias iniciada por la decisión de Trump de arancelar las importaciones de acero europeo a Estados Unidos.

    El presidente estadounidense puede imponer aranceles y otras barreras comerciales en forma unilateral invocando la seguridad nacional. Por eso Trump pudo iniciar su guerra comercial personal sin consultar al Congreso de Estados Unidos. Pero para la firma de un acuerdo comercial a gran escala se necesita aprobación de los legisladores, y dada la infinidad de intereses que afectaría (incluso si solo abarcara productos industriales), es improbable que eso suceda en un futuro cercano.

    Históricamente, Estados Unidos solo ha podido firmar tratados comerciales cuando una coalición de actores que saldrían beneficiados con una mejora de las oportunidades de exportación consiguió más votos que los sectores vulnerables a la competencia de las importaciones. En general, una mirada económica del comercio internacional posibilita estas coaliciones, porque los beneficios de la liberalización comercial superan a los costos.

    Pero en Estados Unidos existe la dificultad adicional de que el comercio internacional ocupa un lugar relativamente pequeño en la economía estadounidense. Pese a la insistencia de Trump con el tema de la exportación de bienes, en realidad esta supone menos del 10% del PIB. Las industrias exportadoras no tienen un papel significativo en el mercado laboral estadounidense en cuanto a generación directa de empleo.

    En Europa, en cambio, las exportaciones suponen más del 25% del PIB en la mayoría de los países, y en Alemania la cifra supera el 50 por ciento. En una economía tan dependiente del comercio internacional es mucho más fácil defender la liberalización; por eso Europa siempre ha promovido con más entusiasmo que Estados Unidos la firma de un tratado de libre comercio transatlántico. Pero las negociaciones para ese tratado (la Asociación Transatlántica de Co-mercio e Inversión) se trabaron durante la presidencia de Barack Obama.

    Además del nuevo acuerdo en sí, parece que Juncker se comprometió personalmente a que la UE compre a Estados Unidos más productos agrícolas; es un compromiso vacío y al mismo tiempo fácil de cumplir.

    Es vacío, porque la Comisión Europea no tiene un presupuesto con que comprar soja estadounidense ni medios para forzar a los consumidores europeos a hacerlo. Es fácil de cumplir, porque China impuso aranceles a la soja estadounidense en represalia por los aranceles estadounidenses a sus exportaciones; esto alentará a los productores de soja fuera de Estados Unidos a desviar exportaciones al mercado chino, y el mercado de la UE quedará disponible para los productores estadounidenses. Así que el principal efecto de los aranceles chinos a la soja estadounidense será una redirección de los flujos globales de este cultivo.

    Pero el papel de China no se agota en la soja. De hecho, la voluntad de Trump de alcanzar un acuerdo con Juncker se explica ante todo por la dinámica comercial con China.

    Un arancel a las importaciones a Estados Unidos es mucho más trascendente si solo afecta a los exportadores chinos; por ejemplo, imponer un gravamen del 25 por ciento a los motores de avión fabricados en China da a los proveedores de otros países una oportunidad de ganar cuota de mercado, mientras que si todos pagaran el mismo arancel, el campo de juego quedaría igual que antes.

    Conseguir que la UE no pague los mismos aranceles que China es particularmente importante porque en muchas industrias los fabricantes europeos son los principales competidores de los exportadores chinos. Además, la UE también compite con Estados Unidos en el mercado chino, así que una guerra co-mercial chinoestadounidense puede beneficiar (marginalmente) a la industria europea. Mientras Estados Unidos y Chi-na se dan pelea en el plano comercial, Europa se anotó un triunfo con la tregua transatlántica.

    Pero a China esa tregua no la beneficia para nada. Si bien la dirigencia china no dejó de proclamar la defensa del libre comercio, hasta ahora no ha dado respuesta a los motivos de queja de Estados Unidos y Europa. Si China quiere aliados en su guerra comercial con Estados Unidos, tendrá que revisar muchas de sus normas y prácticas que constituyen discriminación de facto contra los competidores extranjeros.

    De modo que el pacto entre la UE y Estados Unidos ha puesto en primer plano la cuestión real que enfrenta la dirigencia china: si seguirá dando tanto apoyo estatal a la industria local. Hace veinte años las medidas proteccionistas tal vez fueran defendibles, pero hoy la economía china es mucho más competitiva. Cualquier beneficio que obtenga China de esas medidas puede quedar sepultado bajo el costo de una escalada comercial, sobre todo ahora que la UE está a salvo y China se enfrenta sola a Estados Unidos.