Opinión

Donald Trump como Consejero Delegado


    Lucy P.Marcus

    Imagínese que la junta de una empresa estuviese buscando a un consejero delegado. Después de una búsqueda larga y agonizante, sus miembros se decantan por un recién llegado al sector, alegando que el candidato hará que la empresa vuelva a liderar el mercado. En efecto, el nuevo consejero aparece con grandes planes y dedica los primeros seis meses a desmantelar y sancionar las políticas y prácticas pasadas, a veces sin ton ni son.

    El consejero delegado contrata a amigos e incluso familiares. Con poca experiencia en el puesto y muchos incentivos para congraciarse, no suelen ofrecer buen consejo. Y aunque lo hicieran, el consejero delegado seguramente no les escucharía. Si añadimos la falta de transparencia, junto con infracciones de la ética empresarial y los principios básicos del liderazgo, la credibilidad del consejero delegado se desvanece enseguida.

    Los directivos cualificados y expertos de la empresa pronto se frustran con el nuevo guardián y abandonan. La huida alimenta una sensación generalizada de temor e incertidumbre en los inversores y empleados, reforzada cuando resulta evidente que el consejero delegado no está cumpliendo lo que prometió en la entrevista.

    En menos de seis meses, la empresa se descalabra. Se hace patente que al consejero delegado se le ha contratado por sus fanfarronadas. En ese punto, se espera que el consejo actúe y censure, o incluso despida, al consejero fallido. Si no actúan con rapidez, hay una amplia cohorte de denunciantes, sindicatos, defensores de los consumidores y otros que les darán el empujón necesario y ejercerán de control y contrapeso.

    Trump cree ser el consejero delegado de Estados Unidos. Obtuvo la presidencia en parte porque se vendió como un magnate triunfador de los negocios. Por eso debe exigírsele el mismo estándar que al consejero delegado de una gran multinacional cotizada, un estándar que aumenta por el mayor escrutinio de las prácticas de gobernanza corporativa (pese a los esfuerzos de desregulación de Trump).

    Hasta el momento, ese estándar no se está aplicando. En sus primeros seis meses de presidente, Trump ha acarreado más daños de los que podría causar cualquier consejero delegado. Parece que ha infringido todas las normas del cargo. Se ha encontrado con un flujo constante de revelaciones escandalosas sobre los vínculos de su círculo más cercano con Rusia. Y no ha obtenido ningún logro legislativo importante.

    De hecho, cada semana aparece una noticia nueva que justificaría el despido de cualquier consejero delegado. En los negocios, al emperador enseguida le dan la noticia de su traje nuevo, salvo, eso sí, que sea un negocio familiar como el que Trump dirigía y quebraba con frecuencia. El gobierno de Trump es un "negocio" así. Es decir, a sus altos empleados no les queda alternativa que dimitir frente a la mala gestión (o incluso dudosa legalidad). El secretario de prensa de la Casa Blanca Sean Spicer fue el primero en tirar la toalla tras solo seis meses en el puesto. No será el último.

    El club de los viejos amigos está dando paso a un entorno de mayor responsabilización en los negocios. Ya pasaron los días en que los consejeros delegados faltaban al respeto a sus colegas y contactos femeninos con total impunidad. Aun así, Trump se ha vuelto a salir con la suya insultando recientemente a una periodista irlandesa (interrumpió una llamada a la primera ministra de Irlanda para comentar su aspecto) y a la mujer del presidente francés, sobre cuyo físico también disertó.

    En el mundo empresarial, un comportamiento así no se pasaría por alto y la empresa estaría obligada a tomar medidas. Si el consejero delegado de American Apparel no pudo librarse de las críticas por un acoso así, ¿por qué lo iba a hacer el presidente de Estados Unidos?

    Del mismo modo, ¿por qué debería Trump jugar con la salud y el bienestar de la gente, y tratar de hostigar a sus propios compañeros en el congreso para acordar una ley sanitaria que suprima la cobertura de millones de personas? Cuando Martin Shkreli, exconsejero delegado de Turing Pharmaceuticals, subió el precio del fármaco para la toxoplasmosis Daraprim (un tratamiento vital para los pacientes de sida), de 13,50 dólares el comprimido a 750, su reputación se hundió. Dimitió tras las alegaciones de que se había apropiado de fondos de una empresa anterior con fines particulares.

    Por el contrario, Trump continúa a salvo en su puesto de presidente, en parte por la fidelidad aparentemente sin fondo de muchos de sus defensores. Durante la campaña, se jactó de que aunque disparara a alguien en medio de la Quinta Avenida de Manhattan, no perdería ni un voto. Por una vez, no era una fanfarronada. Una encuesta reciente indica que el 45 por ciento de los votantes de Trump seguirían apoyándole si disparara a alguien.

    Pero la calificación global de Trump ha caído notablemente y alcanza mínimos que sólo han tocado dos presidentes anteriores en los primeros seis meses del cargo. Es decir, hay un problema más fundamental en juego: el sistema de controles de Estados Unidos no ha podido hasta el momento funcionar con la eficacia que el país (y el resto del mundo) requiere.

    La gobernanza corporativa es cada vez más estricta, basada en el reconocimiento creciente de la responsabilidad de las empresas de garantizar un entorno laboral seguro, prohibir el trabajo infantil, prevenir la destrucción medioambiental y acabar con otras prácticas nocivas. La gobernanza política debería moverse en la misma dirección. Trump se enorgullece de ser un empresario. Tratémosle como uno y separémonos de él.