La crisis del fundamentalismo de mercado
Anatole Kaletsky
La mayor sorpresa política de 2016 fue que hubiera sorprendido a tanta gente. Yo, desde luego, no tenía excusa para estar desprevenido. Poco después de la crisis de 2008, escribí un libro donde sugería que el hundimiento de la confianza en las instituciones políticas seguiría al desmoronamiento económico con un retraso de unos cinco años. Hemos visto esta secuencia antes.
A la primera crisis de la globalización, descrita por Karl Marx y Friedrich Engels en su Manifiesto comunista de 1848, la siguieron unas leyes de reforma que generaron derechos sin precedentes para la clase trabajadora. La ruptura del imperialismo británico tras la I Guerra Mundial dio paso al New Deal y el estado del bienestar. Y el fracaso de la economía keynesiana tras 1968 estuvo seguida por la revolución Thatcher-Reagan. En mi libro Capitalismo 4.0 sostenía que un trastorno político comparable seguiría a la cuarta ruptura sistémica del capitalismo global anunciada por la crisis de 2008. Cuando un modelo concreto de capitalismo funciona con éxito, el progreso material alivia la presión política pero cuando la economía falla (y ese fallo no es solo una fase transitoria sino un síntoma de contradicciones profundas), los efectos desestabilizadores del capitalismo pueden volverse políticamente tóxicos. Es lo que ocurrió después de 2008. Cuando el fallo del libre comercio, la desregularización y el monetarismo dieron paso supuestamente a una ?nueva normalidad? de austeridad permanente y expectativas mermadas, en vez de una crisis bancaria pasajera. Lo mismo ocurrió con los impuestos extorsionadores de los años cincuenta y sesenta, que perdieron legitimidad en la estanflación de los 70.
Si estamos observando esta clase de transformación, los reformadores fragmentarios que pretenden abordar dolencias concretas de la inmigración, el comercio o la desigualdad salarial perderán terreno frente a los políticos radicales que desafían el sistema entero. Y, en cierto modo, los radicales aciertan.
La desaparición de empleos "buenos" manufactureros no puede achacarse a la inmigración, el comercio o la tecnología. Sin embargo, aunque estos vectores de la competitividad económica incrementan la renta nacional total, no distribuyen necesariamente las ganancias salariales de una manera socialmente aceptable. Para ello hace falta una intervención política deliberada desde por lo menos dos frentes.
Primero, la gestión macroeconómica debe asegurar que la demanda siempre crezca con la misma fuerza que la potencial oferta creada por la tecnología y la globalización. Es el dato keynesiano fundamental que fue rechazado provisionalmente en el apogeo del monetarismo de los 80, reinstaurado con éxito en los 90, pero después olvidado otra vez en el pánico del déficit después de 2009.
El regreso de la gestión keynesiana de la demanda podría ser la principal ventaja económica de la inminente presidencia de Donald Trump, cuando las políticas fiscales expansionistas reemplacen a otros esfuerzos mucho menos eficientes de estímulo monetario. El país podría estar dispuesto a abandonar los dogmas monetarios de la independencia del banco central y los objetivos de inflación, y restaurar el pleno empleo como prioridad principal de la gestión de la demanda. En Europa esta revolución del pensamiento macroeconómico sigue estando muy lejana.
Una segunda revolución más decisiva e intelectual será necesaria en cuanto a la intervención estatal en resultados sociales y estructuras económicas. El fundamentalismo del mercado encubre una contradicción profunda. El libre comercio, el progreso tecnológico y otras fuerzas que impulsan la ?eficiencia? económica se presentan como beneficiosas para la sociedad aunque perjudiquen a los trabajadores o empresas individuales, porque el aumento del salario nacional permite a los ganadores compensar a los perdedores y garantizan que nadie salga peor parado.
El principio de la llamada idoneidad de Pareto subyace a todas las alegaciones morales de la economía de mercado libre. Liberalizar las políticas se justifica en teoría solo por la asunción de que las decisiones políticas redistribuirán parte de las ganancias de los ganadores a los perdedores de formas socialmente aceptables, pero ¿qué sucede si los políticos hacen lo contrario en la práctica? Al desregular las finanzas y el comercio, aumentar la competencia y debilitar los sindicatos, los gobiernos crearon las condiciones teóricas que exigían la redistribución de ganadores a perdedores pero los defensores del fundamentalismo de mercado no se olvidaron de ella sino que la impidieron.
El pretexto era que los impuestos, las prestaciones sociales y otras intervenciones estatales perjudican los incentivos y distorsionan la competencia, reduciendo el crecimiento económico de la sociedad en general. Como dijo Thatcher "la sociedad en sí no existe. Hay hombres y mujeres, y hay familias". Al centrarse en las ventajas sociales de la competencia e ignorar el coste para ciertas personas, los fundamentalistas del mercado menospreciaron el principio del individualismo que ocupa el centro de su propia ideología.
Tras los disturbios políticos de 2016, ya no se puede pasar por alto la contradicción mortal entre ventajas sociales y pérdidas individuales. Si el comercio, la competencia y el progreso tecnológico deben impulsar la próxima fase del capitalismo, tendrán que acompañarse de intervenciones estatales que redistribuyan las ganancias del crecimiento de formas que Thatcher y Reagan consideraron tabú.
Derribar tabús no implica regresar a los tipos impositivos altos, la inflación y la cultura de la dependencia de los setenta. Si la política fiscal y monetaria puede calibrarse para minimizar el desempleo y la inflación, la redistribución puede ser diseñada para reciclar impuestos en bienestar y para ayudar más directamente cuando los trabajadores y las comunidades sufren la globalización. En lugar de ofrecer aportaciones en metálico que empujen a la gente del empleo al paro de larga duración o la jubilación, los gobiernos pueden redistribuir las ventajas del crecimiento apoyando el empleo y los salarios con prestaciones regionales e industriales, y leyes de salario mínimo. Una de las intervenciones más efectivas de esta clase es destinar dinero a la formación profesional y reconversión de alta calidad de trabajadores y estudiantes fuera de las universidades.
Todo esto puede sonar a milagro obvio pero los gobiernos han hecho lo contrario. Han restado progresividad a los sistemas fiscales y recortado el gasto en educación, políticas industriales y subsidios regionales, para verter dinero en su lugar en sanidad, pensiones y pagos en efectivo que fomentan la jubilación anticipada y la discapacidad. La redistribución se ha alejado de los trabajadores jóvenes con salarios bajos, cuyos empleos y sueldos están verdaderamente amenazados por el comercio y la inmigración, y hacia las élites directivas y financieras, que han sido las principales ganadoras de la globalización, y los jubilados, cuyas pensiones les protegen de los trastornos.
Aun así, las turbulencias de 2016 las han impulsado los votantes ancianos y los jóvenes han apoyado en general el statu quo. Esta paradoja demuestra que la confusión post-crisis no se ha acabado, pero la búsqueda de nuevos modelos económicos que llamé capitalismo 4.1 ha empezado, para bien o para mal.