El 'Brexit' y las libras en su bolsillo
Barry Eichengreen
Tres meses después de su aprobación, los primeros efectos del Brexit ya se notan y, al contrario de lo que algunos decían, no son buenos. Ya en julio, tras el referéndum, la confianza de los consumidores se hundió a la velocidad más rápida desde 1990.
Las estadísticas de manufacturas y construcción se desmoronaron precipitadamente. Aunque los datos de agosto eran mejores, es demasiado pronto para saber si la mejora no ha sido más que un rebote del gato muerto.
En el mundo post-referéndum patas arriba, la buena noticia es la caída de la libra en el mercado de divisas. Un tipo de cambio más bajo dará más competitividad a las exportaciones británicas. Frente a unos precios más altos de la importación, los consumidores desviarán su gasto hacia productos nacionales y eso también reforzará la economía británica.
La cuestión es cuánto. Los escépticos advierten de que Reino Unido depende mucho de las exportaciones de servicios financieros, que no son especialmente sensibles al precio, y que el margen de crecimiento de las exportaciones de mercancías está limitado por una demanda global deprimida.
El país ya ha pasado por esto y la historia puede arrojar luz al respecto. En 1931, cuando abandonó el patrón oro, la libra se hundió un 30 por ciento. Como ahora, el país dependía mucho de las exportaciones de servicios (no solo bancarios sino también de envíos y seguros). Y el contexto internacional era incluso más desfavorable que ahora.
Y pese a los vientos de cara, el déficit comercial se dividió por cuatro entre 1931 y 1932. En 1933, el saldo de servicios también se consolidaba. Llegado ese momento, la economía iba camino de la recuperación.
Tres circunstancias lo hicieron posible. Primero, el exceso de capacidad permitió a las empresas aumentar la producción. Segundo, Gran Bretaña fue enseguida capaz de establecer una serie de acuerdos comerciales favorables, negociados con países de la Commonwealth en la Conferencia de Ottawa de 1932. Tercero, la incertidumbre política cayó bruscamente cuando el gobierno laborista, culpado en general por la crisis de 1931, fue reemplazado por un gabinete dominado por conservadores, con amplio apoyo popular.
Está claro que ninguna de esas condiciones existe hoy en día. El exceso de capacidad en los sectores de bienes comerciales es pequeño. En el complejo contexto legal actual, se tardarán años en negociar acuerdos comerciales con la UE y otros socios. La incertidumbre política es alta y no hay visos de unas elecciones generales que la resuelvan en un futuro próximo. Los inversores tienen todos los motivos del mundo para adoptar una actitud pasiva.
En 1949, Gran Bretaña se vio en la misma posición, con déficit comercial respecto a Estados Unidos y débil confianza de los inversores. En septiembre de ese año, la libra volvió a devaluarse, como lo hizo 18 años antes, un 30 por ciento.
Dado que la presión por unos salarios más altos era menor, las exportaciones británicas se volvieron más competitivas. El déficit comercial con la zona del dólar, compuesta por Estados Unidos y otros países que usan esta moneda en sus pagos internacionales, se contrajo bruscamente. La cuenta corriente del balance de pagos osciló de un déficit en 1949 a un excedente en 1950, y el PIB creció con fuerza.
Otra vez, tres cosas lo hicieron posible. Primero, hubo una demanda sólida en Estados Unidos, que se recuperaba de su recesión de 1948-1949. Segundo, el estallido de la Guerra de Corea en 1950 creó demanda de exportaciones de todo tipo. Tercero, con la creación de la Unión Europea de Pagos, el Reino Unido y sus socios europeos acordaron desmantelar los controles del comercio entre sí.
Aquí, también, la situación actual no podría ser más distinta. El crecimiento en Estados Unidos dista mucho de ser sólido y los países de la UE han dejado claro que no les corre prisa negociar un acuerdo comercial con el Reino Unido.
Un tercer precedente es la devaluación de la libra en 1967, de nuevo tras un intervalo de 18 años. La crisis del balance de pagos de 1966 y 1967 reflejó la tendencia de los salarios británicos de crecer más deprisa que la productividad, los déficits comerciales consiguientes y la reticencia de los inversores foráneos a financiar una postura que vieron insostenible. Esta vez, pasaron dos años para que las cuentas externas mejoraran. Con un desempleo bajo de por sí, todo ese tiempo fue necesario para reasignar recursos de los sectores de bienes no comercializados a comercializados.
En el ínterin, los inversores extranjeros siguieron siendo reacios a financiar los déficit británicos. Vista la dificultad del ajuste, les preocupaba que la libra se hundiese. El Reino Unido, incapaz de atraer flujos de entrada de capital a corto plazo, se vio obligado a pedir prestado al Fondo Monetario Internacional.
Esta historia sugiere que los tipos de cambio importan para la competitividad y que la depreciación de la libra debería ayudar porque mejora la competitividad de las exportaciones británicas. Sin embargo, los políticos no deben esperar demasiado. El entorno externo no es favorable. Hará falta tiempo para reasignar recursos hacia la producción de bienes comercializados. Y un nuevo paquete de acuerdos de comerciales no se tramita de un día para otro.
Mientras tanto, los líderes británicos deben resolver la persistente incertidumbre política. No solo deben hacer uso de la política monetaria sino también de las herramientas fiscales para apuntalar el gasto y reforzar los incentivos a la inversión. Hasta ahora, han demostrado estar poco concienciados de la urgencia.