Por mucho que se diga, nadie con ojos en la cara puede tomarse en serio que la nadadora Charlotte, su cuñada triste, cuente ni de lejos con la categoría suficiente como para ejercer de rival de Carolina de Mónaco, que cumple este lunes 60 años espléndidos, a pesar de todo. La sudafricana es en el mejor de los casos y ante el público una prisionera en una jaula de oro con menos estabilidad emocional de la necesaria para reinar aunque sea como consorte decorativa y en contadas ocasiones. Su marido no ayuda.
Seis décadas después de llegar al mundo entre flashes,Carolina sabe manejar su protagonismo desde su terreno natural: portadas y actos sociales. Ha casado a sus hijos, es la abuela chic, trabaja como 'amiga de Karl Lagerfeld' y sigue dando lecciones de estilo. Pero se la ve triste, aunque no tanto como a su cuñada.
Sus hijos Andrea y Pierre, tan guapos, sus matrimonios aristocráticos y prósperos, sus nietos son muy ricos... Carlota también es mamá, pero sin marido: pero ella es la heredera de Grace: bella, independiente, rebelde y capaz a la vez de saludar desde el balcón de palacio, como una muñeca de porcelana sincronizada con su madre y, Dios lo sabe, con su abuela. El mundo continúa mirando a las tres.
Famosa, guapa, icono de una época, Carolina de Mónaco llega a la espléndida madurez de los 60 años mirando de reojo su época de fiestas en yates y discoteca. La madre, abuela (y hermana del regente Alberto) vive hoy una existencia adulta, seria en cuanto aparece un fotógrafo. Su cotidiana y placentera vida se desarrolla lejos de su marido, Ernesto de Hanover, con quien comparte parte de su fortuna, título, una hija y poco más.
El principado de opereta en el que el cuento de la princesa de 60 años tiene lugar ya no es por mucho que se empeñen los expertos de marketing real aquel que elevaron papá Rainiero y y mamá Grace Kelly al Olimpo de la frivolidad: un lugar en el que el mayor delito era ser vulgar, carecer del glamour necesario para vestirse con las marcas de moda que levantaron sus cachés en los bailes de la Rosa y los balcones monegascos.
Hollywood abrió embajada a la Costa Azul, casó a su hija rubia y muy americana con Su Alteza Serenísima; la amante de Gary Grant en Atrapa a un ladrón, la amiga de James Stewart en La ventana Indiscreta, la esposa encendida por el poder sexual de Clark Gable en Mogambo... La princesa de la pantalla coloreada de aquellos años cincuenta se volvió gracias a su belleza de oro puro en la reina del baile. Y Rainiero la hizo mamá. Y fruto de ese amor enjoyado, de palacio, de bailes y de glamour nació una hija con tal belleza que las revistas empezaron a pagar por sus fotos como nunca antes de Carolina había sucedido.
El principado de los casinos se benefició de una campaña de publicidad inmejorable, perfecta: Mónaco fue y aún hoy es en cierta medida uno de los destinos reconocibles del planeta. El símbolo de los Grimaldi, con sus escándalos imposibles, su caridad patrocinada, sus conciencias sociales prefabricadas, es una dinastía triste porque la nadadora Charlene Wittstock es mucho menos divertida que Carolina de Mónaco o su hija Carlota.
Las imágenes de aquella Carolina pasándolo en grande con Philippe Junot, y viceversa, cambiaron el modo de entender la prensa rosa. Hasta entonces las llamadas crónicas de sociedad no entendían como hoy conceptos como paparazzi o jet set. Sí, estaban allí diez o veinte años antes, como se ve en La Dolce Vita, pero no era igual. Carolina se pasó por el moño sus obligaciones, se puso el principado por montera y se convirtió por derecho propio en la protagonista indiscutible de la vida social.
Solo Lady Di, cuatro años menor que ella, fue capaz de parar el monopolio de Carolina en el negocio de la gran exclusiva internacional. Si, antes etuvieron otras: Jackie Kennedy o incluso María Callas, pero la explosión llegó con Carolina de Mónaco.
Carolina y su matrimonio con el "sinvergüenza" de Philippe Junot, el playboy, llamó la atención por la diferencia de edad (él va a hacer 77), porque era un vividor pero era el hombre que a ella le apetecía en su final de adllencia caprichosa. Sus padres, Grace y Rainiero solo se llevaban seis años y quería un noble para su miss de sangre azul.
De nada sirvió que el patriarca Rainiero avisara a su hija de que estaba metiendo la pata y destrozándose la vida: Carolina quiso vivir aquella relación y lo hizo. Ellos pensaban que se acababan para siempre las posibilidades de casarla con un príncipe a su nivel o por encima del mismo. Luego llegaría Ernesto de Hannover, uno de los individuos más ricos y con la sangre más azul del planeta Tierra, pero eso es otra historia.
La muerte de Grace en un accidente de coche, rodeado aún hoy de misterios y preguntas sin responder, fue el inicio de un rosario de tragedias que golpearon a los bellos Grimaldi, leyendas que el sistema palaciego incorpora como parte del cuento de hadas. Carolina vestida de negro, con guantes y mantilla, fue otra de aquellas imágenes irresistibles para la prensa: el dolor hecho glamour, el luto de Chanel, el título de primera dama de Mónaco, la condena eterna como sucesora de su madre a una comparación difícil de soportar.
Carolina cambió pronto el luto de sus 25 años por sus locuras amorosas con Roberto Rossellini o Guillermo Vilas. Solo se vive una vez. Por fin, después de la follie, Carolina se casaba embarazada de Stefano Casiraghi sin haber recibido la anulación de su primer matrimonio. Tres hijos, guapos, y ese marido, el único italiano con cara de hombre fiel... Su hermana pequeña, Estefanía, se entregaba al ridículo mundial como artista discográfica ochentera, tan enamoradiza como Carolina pero con mucha menos clase. Sus novios fueron grotescos.
Su hermano Alberto y su cuerpo se reblandecían con los años, como derretidos alma y carne por los focos que le alumbraban para que nos riéramos de él. Carolina no, ella mantenía el estatus de princesa con su pamela en el balcón del palacio, sus modelos en la gala de la Cruz Roja, comiéndose todo el glamour con hombreras que quedaba en los 80.
La tragedia de Stefano, tras el accidente durante una regata, retiró a Carolina a Saint Remy, refugio de la viuda. Allí sus fotos son testigos de su muerte en vida, de su dolor profundo y maduro, de madre con tres hijos, en los que ver a su marido que no está: Carolina perdió pelo, sangre, vida y su mirada fresca de los 70 u 80 no volvió jamás. No ha vuelto nunca, ni cuando la han hecho abuela los hijos bellos de aquel italiano con cara de bueno que se mató porque amaba los barcos y la velocidad, y porque tuvo mala suerte.
Se dedicó a ser madre, lo mejor que pudo. Junto al guapo y varonil actor Vincent Lindon recuperó el amor, o eso creía ella. Los fotógrafos la perseguían más que los hombres y empezó a querellarse contra todo y contra todos.
Más tarde emparentó por fin con el gran príncipe que soñaban sus padres y fue princesa de Hannover. Cogió la mano del novio que mamá Grace hubiera querido para ella: pero el aristócrata alemán era más golfo que Junot y todos los playboys del mundo juntos: aun así, con él llegó su cuarta hija, Alexandra, y un título de relevancia mayor al que ni la separación de facto le ha hecho renunciar.