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Bárbara Rey da una entrevista a El País para promocionar sus memorias: "¿Puedo enseñar un poco el sujetador?"

Bárbara Rey y Juan Carlos lanzan sus memorias

Informalia

Madrid. Junio. El calor madrileño cae como una película de terciopelo mojado sobre los hombros desnudos de Bárbara Rey, que luce un sujetador de encaje blanco como si fuera una bandera de rendición invertida. "¿Puedo enseñar un poco el sujetador? Es nuevo y tan bonito que me daría pena que no se viera", dice al fotógrafo, sin esperar respuesta, desabrochando los botones de su blusa con la misma naturalidad con la que uno pela una naranja en agosto. Es una escena que resume su biografía entera: la decisión de mostrar lo que otros ocultan, con la elegancia desafiante de quien sabe que lleva razón aunque se le niegue siempre el micrófono. "Quién me iba a decir a mí cuando llegué a Madrid con 18 años la vida que me esperaba". La respuesta, quizás, la tiene su sujetador de encaje: nuevo, blanco, valiente, mostrado sin permiso. Como ella. Como Yo, Bárbara.

A los 75 años, María García García —la niña que fue Marita en Totana, la mujer que devino Bárbara en los platós y camerinos del Reino— ha decidido hablar. El libro Yo, Bárbara es su forma de hacerlo, no para ajustar cuentas, sino para cerrarlas. "Con todo el daño que se me ha hecho, tengo derecho a disfrutar un poco de las mieles de mi vida", dice. Y al pronunciar la palabra "mieles", uno entiende que esta mujer no ha vivido: ha degustado. A veces a cucharadas, otras a tragos secos. En el salón donde se desarrolla la entrevista con Martín Bianchi para El País, no adivinamos cuadros de santos ni fotos de bodas. Adivinamos luz. La luz blanca y dura de quien ha decidido no esconderse más. "Mi hijo ha dicho barbaridades en los platós", confiesa. Y en ese "mi hijo", sin nombre, hay un eco de dolor que ni los reyes han logrado infligirle. "Ningún hombre me ha hecho tanto daño como él".

Con los hombres, Bárbara no negoció. O tal vez negoció demasiado, pero siempre sin firmar papeles. Fue deseada como pocas y respetada como ninguna. En eso, la biografía entera de este país queda al desnudo. "Todos querían acostarse con Bárbara Rey pero no tenían el valor de casarse con ella", dice. Lo dice sin despeinarse, como quien lee la carta de vinos en una terraza de La Castellana. Ella fue la encarnación de un deseo que a España se le atragantó: una mujer libre en una época que pedía vírgenes o viudas.

"Soy muy tímida", asegura con los ojos clavados en el periodista, como si lo interrogara en vez de responder. Y uno piensa en la niña flaca de Totana, "un marimacho", dice ella, "subida a los árboles, matando pájaros con un tirachinas". A esa niña nunca la bajaron del todo. Está ahí todavía, en cada frase que suelta con la precisión de una actriz que no ha olvidado el ritmo de los silencios. "Siempre he sido un poco hombre", remata. Como si para sobrevivir en la corte y en el circo hubiera que disimular lo femenino hasta volverlo puño.

De los nombres que salpican su biografía —Paquirri, Rexach, Alain Delon, Julio Iglesias— ella habla como si hojease una vieja agenda con la indiferencia del tiempo y la ironía de quien ya no espera nada. De Encarna Sánchez dice apenas lo justo. "Si me hubieran gustado las mujeres, jamás me habría gustado Encarna". Es un epitafio con la letra de un bolero amargo. "A mí me puso a parir porque no consiguió lo que quería". En el fondo, Bárbara nunca fue de nadie. Ni siquiera del rey.

"Es del que menos me apetece hablar", suelta cuando llega el nombre de Juan Carlos. Y, sin embargo, habla. No puede evitarlo. Fue un episodio del que nunca se recuperó del todo. "Su insistencia fue tremenda. Fue una intromisión en mi vida, por llamarlo de alguna manera". Y aquí hay una clave que trasciende lo personal: el deseo de un monarca como símbolo de un país que toma sin pedir. "No te atreves. En ese momento te olvidas hasta de respirar". Esa frase —en boca de Bárbara— es también una fotografía de la Transición, donde el poder se llevaba en los pantalones y el silencio era la forma más alta de obediencia. Él, dice ella, estuvo más enamorado. "Pero no creo que su fuerte sea enamorarse. Es más de encapricharse". Ahí se percibe el cansancio de quien ha sido codiciada como un objeto de colección. Ni víctima ni verdugo, Bárbara se presenta como testigo. "Conmigo no se ha comportado bien, pero ha hecho muchas cosas buenas por este país". Y es entonces cuando uno comprende que hay en ella más sentido de Estado que en muchos de los que se envolvieron en la bandera para vivir del cuento.

Lo que tuvo con el rey no fue amor. Fue poder. "Nunca me regaló nada", admite. "Alguna pulserita. Otras que han venido después han sacado un partido impresionante". Pero ella guardó algo mejor: los frascos de sus perfumes. "Olía limpio como los chorros del oro". El aroma, al final, es el único lujo que no prescriben las leyes. Nunca quiso grabar sus conversaciones. Lo hizo inducida. "Estoy arrepentida de que hayan visto la luz. Por mí no lo habrían hecho nunca". Esa frase, que suena a coartada, es también una declaración de principios. La discreción, al final, es el último bastión de la dignidad cuando todo lo demás ha sido expuesto. "¿Le gustaría volver a hablar con él?", pregunta el periodista. Ella guarda silencio. Paree el silencio más largo de la entrevista. Y luego dice: "A él le tendría que haber interesado más hablar conmigo". No es despecho. Es orgullo. El de quien, incluso en la derrota, mantiene la cabeza erguida. Ha sido muchas cosas: actriz, vedete, domadora, mito sexual, musa de lesbianas, devoradora de hombres, azote de reyes. Pero sobre todo ha sido ella. Bárbara. "No quiero problemas", dice cuando se le pregunta por Adolfo Suárez. Pero ya no tiene miedo. "Ya no tengo miedo de nada". Solo una mujer que ha dormido en la calle y ha olido el perfume de un rey puede decir eso.