Historia
Siesta de pijama, padrenuestro, orinal... y botijo
Javier Sanz
De esta forma tan elocuente describía el premio Nobel de Literatura Camilo J. Cela cómo debía ser la siesta. Nada de una cabezadita de unos minutos en el sofá, el "yoga ibérico" requería de todo un ritual que implicaba tiempo y cama. Dejando a un lado las diferentes versiones del deporte nacional español, estudios recientes demuestran que practicar la siesta disminuye el riesgo cardiovascular, reduce el estrés y aumenta la capacidad de concentración.
Incluso la NASA se ha subido al carro de la siesta y ha determinado que la siesta debe durar veintiséis minutos --nada que ver con la recomendada por Cela-. De hecho, culturas tan opuestas a la nuestra, como la nórdica o la japonesa, están comenzando a poner en práctica un invento tan español como la fregona o el chupa-chups. ¿Tan español? Pues igual no...
El tiempo que transcurría desde que salía el sol hasta que se ponía, los romanos los dividían en 12 horas (horas de luz). Eran fracciones de tiempo relativas y dependían de la época del año, por lo que en verano las horas de luz tenían más de 60 minutos y en invierno menos.
La noche la dividían en 4 vigilias (correspondientes a los cuatro turnos de guardia nocturna que hacían los centinelas). Las horas del día, siempre partiendo desde la salida del sol y el comienzo de la jornada laboral, se denominaban por su número ordinal: prima, secunda, tertia, quarta, quinta, sexta…
Y de esta sexta nació nuestra siesta, porque era la hora que marcaba el mediodía, el momento en el que el calor es más intenso y donde lo único que pide el cuerpo, y que ya los romanos hacían, era tumbarse un rato a descansar.
Tirando de botijo...
Lógicamente, en esos días en los que la canícula apretaba de lo lindo era necesario hidratarse para no sufrir un golpe de calor, y los romanos lo hacían como nuestros abuelos: tirando de botijo. Simple o complejo, el origen de nuestro botijo y de su mecanismo hay que buscarlo en el buttis de los romanos.
Como todos sabemos, el botijo es un recipiente de barro que se utilizó y se utiliza para enfriar el agua. La magia de su mecanismo se basa en el material con el que se fabrica: la arcilla. Debido a su porosidad, el agua del interior se filtra hacia el exterior -los botijos también sudan- evaporándose al contacto con el calor exterior. Para el cambio de fase al estado gaseoso, extrae el calor del agua del interior del botijo consiguiendo su enfriamiento.
Exactamente igual que nuestra sudoración. En lugares de mucho calor y donde el aire es más seco, la evaporación es más rápida y los botijos hacen su trabajo mejor y más rápido, rebajando la temperatura del agua hasta en quince grados. Visto su mecanismo, cuando os ofrezcan agua en un botijo barnizado, pintado o hecho de cualquier otro material, no esperéis beber agua fría porque no tienen la porosidad necesaria para conseguir su enfriamiento.
"Eres más simple que el mecanismo de un botijo"
Así que, igual la expresión "eres más simple que el mecanismo de un botijo", tiene que ver con los torpes o escasos de entendimiento que, en aras de la parte "artística", estropean su mecanismo, que no es otro que el de utilizar solo arcilla.
Y aunque originalmente la siesta estaba vinculada a esos días en los que el calor aprieta de lo lindo, la realidad es que el cuerpo agradece este sabio invento en cualquier época del año. Eso sí, en invierno mejor echarla "estando en la gloria". La gloria era el sistema de calefacción central que tenían las casas hasta hace unas décadas, antes de llegar las calderas de carbón o gasoil.
Este sistema de calefacción consistía en un horno de carbón o leña, normalmente situado en la fachada exterior, que calentaba el aire que circulaba bajo el suelo de la casa por unos conductos o túneles hasta llegar a la chimenea y salir al exterior. Y mira tú por dónde que los romanos hace más de 2000 años ya utilizaban este método para calentar las casas de los ricos y las termas. Eso sí, ellos lo llamaban hipocausto.