Bolsonaro: un nuevo demonio nace en Brasil
Víctor Arribas
A estas alturas nadie va a arrebatarle ya la presidencia de Brasil al candidato ultraderechista, ex militar, xenófobo, machista, homófobo y aniquilador de las minorías y los pobres, según el catálogo de epítetos que hemos leído y escuchado en las últimas semanas sobre Jair Bolsonaro. Las urnas y los votos de los brasileños han obrado el milagro, que lo es pese a estar cantado, de convertir en trigésimo octavo jefe de Estado del país más poblado de Latinoamérica al candidato vapuleado por los medios de comunicación del mundo entero, por los partidos de la izquierda mundial que parece se jugaban mucho en el envite... e incluso por sus propias declaraciones populistas y autoritarias que han lastrado su imagen y puesto en bandeja la caricaturización a la que hemos asistido de alguien que ha cautivado a los brasileños por su proyecto. La democracia tiene esta curiosa grandeza: acepta incluso a quienes repudian sus resultados cuando no alumbran lo políticamente correcto, que por supuesto es lo que ellos piensan y defienden.
Una amplia mayoría del 55% de los votantes han decidido dar la espalda a esos juicios interesados de parte. No es algo nuevo: ocurrió de forma más o menos reciente en diferentes escenarios como Estados Unidos, con la victoria de Trump; Italia, con el gobierno de extremos liderado por Salvini; Hungría, con los reiterados triunfos de Orban; o las bofetadas con forma de papeleta en las consultas por el acuerdo de paz en Colombia o el Brexit. Se ha llegado a hablar de la "dictadura electoral". Pero a la opinión pública no se la puede conducir como a una manada, no es manipulable, no es moldeable al antojo de las corrientes de opinión dominantes. Los sectores que defienden la corrección a su estilo de todo lo que ocurre en la vida política deberían preguntarse por qué esas opciones radicales, populistas y cuestionables, aunque plenamente democráticas, han alcanzado el poder en tan corto período y en tan lejanos lugares del mundo, o por qué las extremas derecha e izquierda (aunque ésta última tenga bula hasta para no ser calificada como tal) han ganado terreno frente a opciones más moderadas. En una palabra, deben preguntarse qué 58 millones de personas pertenecientes a las clases medias se han hartado de la opción teóricamente más aconsejable, que era el Partido de los Trabajadores, lastrado por una gestión infame y una corrupción galopante que ha llevado al héroe del pueblo a pasar sus días entre rejas.
La descalificación más común recurre al argumento de que Bolsonaro no es la solución y pone en riesgo el futuro de Brasil, desprecia en suma las reglas del juego democrático. Cabría preguntarse aquí si presionar a los jueces que instruyen procedimientos cuestionando la calificación de los delitos, o intentar burlar el voto del Senado cuando va a ser desfavorable a nuestros intereses debe ser considerado un modelo de respeto por las reglas del juego democrático. Así debe ser, ya que nadie dice lo contrario. Más que cuestionar la democracia, lo que hace el nuevo líder brasileño es promulgar soluciones que no son nada apetecibles para sus críticos: adelgazar el Estado, recuperar la educación del abandono permisivo a que la ha sometido el PT, reducir los impuestos, erradicar la inseguridad y el crimen de las calles y limpiar las instituciones del hedor que han dejado Lula y Dilma.
Resulta más repudiable lo que haya dicho el candidato ultra en sus bravuconadas reiteradas que los hechos delictivos cometidos por los dirigentes del PT, infectado de corrupción hasta las cejas. No nos engañemos. Quienes mas se indignan en España con la elección que acaba de hacer democráticamente el pueblo brasileño, al considerar al ganador un radical peligroso, son los mismos que ven con ojos esperanzados la victoria de los radicales independentistas en una comunidad autónoma española, aquellos que proponen saltarse la ley y romper la convivencia entre los ciudadanos.