Firmas

El suicidio invisible

  • Pese a la censura, la literatura está llena de enfermedades y suicidios
<i>Foto: Reuters</i>.

Joaquín Leguina

En España se ejerce una estricta censura sobre unos hechos luctuosos, como son los suicidios, y también sobre los nombres de ciertas dolencias físicas o mentales ("murió tras una larga enfermedad", suele leerse).

La literatura, sin embargo, sí está llena de enfermedades y de suicidios. De hecho, existe un subgénero literario que se construye en torno a las enfermedades del propio escritor. Unos cuantos ejemplos servirán para ilustrarlo: William Styron fue capaz de escribir un libro sobre su depresión (Esa visible oscuridad), José Cardoso Pires hizo lo mismo con su ictus (De profundis). Hervé Guibert narró su fase terminal a causa del sida en un libro contra Michel Foucault, que fue quien se lo contagió. Por su parte, Susan Sontag contó en primera persona el proceso canceroso que padeció en uno de sus pechos (La enfermedad y sus metáforas).

Una notable escritora, Virginia Stephen, padecía una psicosis maniaco-depresiva que la condujo al suicidio. Y es que el suicidio es otro asunto hacia el cual muchos escritores han sentido una morbosa atracción. Para explorarlo y también para practicarlo. Por ejemplo, Mariano José de Larra, quien sin haber cumplido los 30 años, una mala mañana se puso delante del espejo y en lugar de afeitarse la barba se pegó un tiro con una pistola, privándose él y privando a los demás de una vida creadora. Porque Larra -excepto en lo tocante a esta decisión estúpida- era una persona que demostró desde muy joven un gran talento. Más lógicos parecen los suicidios de Stefan Zweig y de su esposa, muertos juntos en su exilio brasileño al no poder soportar el hundimiento de un mundo que había sido el suyo. Cesare Pavese terminó su libro El oficio de vivir con estas palabras: "No más parloteo. Un gesto. Ya no escribiré más"... y se tomó una dosis letal de somníferos. Yukio Mishima tenía 40 años cuando se hizo el harakiri delante de la televisión en un cuartel de Tokio, cuyo asalto él había dirigido. Romain Gary - cuyo éxito era indiscutible -llamó desde su casa parisina a una amiga suya y le anunció que al día siguiente iría a visitarla. A continuación, cubrió la almohada con una toalla roja, se metió en la cama, sacó un revólver y se pegó un tiro. Yasunari Kawabata, ganador del Nobel en 1968, había escrito que "el suicidio no es una forma de iluminación", pero en abril de 1972 abrió todas las espitas de gas en su casa y se dejó morir. Emilio Salgari, que había escrito las más hermosas aventuras orientales con Sandokán como protagonista, y lo había hecho sin salir de su casa italiana, usó la espada para suicidarse. El poeta catalán Gabriel Ferrater había anunciado que no cumpliría los 51 años... y poco antes de la fecha metió la cabeza en una bolsa de plástico y se la ató alrededor del cuello. Muchos años atrás, Guy de Maupassant había escrito: "El suicidio es la fuerza de quienes ya no tienen nada, la esperanza de quienes ya no creen, el sublime valor de los vencidos".