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El verdadero problema catalán

    <i>Foto: Dreamstime</i>

    Eduardo Olier

    Después de 40 años de dictadura, el franquismo firmó su autodisolución, y los dirigentes políticos de entonces buscaron un modelo que equilibrara las aspiraciones de todos. Podrían haberlo hecho de otra forma, pero, con el Rey Juan Carlos a la cabeza, decidieron buscar la necesaria reconciliación. Así nació la Constitución de 1978.

    El referéndum que la aprobó fue votado en unas elecciones libres por el 67,11% de los electores. Los síes alcanzaron el 88,54%. Los independentistas deberían recordar los resultados en Cataluña: Barcelona, votantes: 67,6%, síes: 91%; Girona, votantes: 72,3%; síes: 90,4%; Lleida, votantes: 66,5%, síes: 91,9%; Tarragona, votantes: 67%, síes: 91,7%. Votó quien quiso y como quiso: de aquí, la estructura del Estado español actual, incluido el Estatuto de Cataluña. Una Constitución que, además, alberga en el interior su posible modificación. El Gobierno de la Generalitat, por contra, ha preferido quebrar la legalidad vigente.

    El problema catalán viene de la primera mitad del siglo XIX, aunque se haya inventado una historia secular fuera de la realidad. Desde aquel entonces, los diferentes Gobiernos españoles gestionaron los problemas casi siempre en beneficio de Cataluña. Sirva de ejemplo la Ley, de 1882, de Relaciones Comerciales con las Antillas, que protegía a la industria textil catalana gravando fuertemente los productos textiles extranjeros. Con esa ley, España y sus colonias eran de facto obligadas a comprar textiles catalanes. A finales de la década de 1890, con el Gobierno Cánovas, se prohibió definitivamente la importación extranjera. La industria textil catalana (concentrada en la provincia de Barcelona) se convirtió así en un monopolio y otras regiones españolas lo sufrieron severamente.

    El Plan de Estabilización de 1959 favoreció también a Cataluña, lo que indujo un enorme éxodo migratorio desde otras provincias españolas. Un trasvase humano que continuó durante la democracia actual como consecuencia de nuevas cesiones. Los datos son concluyentes. En la década 1960-1970, la población española creció un 11%, mientras que Cataluña lo hizo el 30,5%. En series más largas, como es el período 1900-2017, se ve lo mismo: España multiplicó su población dos veces y media, mientras Cataluña lo hizo casi por cuatro. Datos que dicen mucho del impulso económico inducido que ha tenido esa parte de España, que goza hoy de un autogobierno que no tiene ninguna otra región europea, incluidos los Länder alemanes.

    Fueron las transferencias en materia de educación las que crearon un reino de taifas, dando vida a una clase política que se convirtió en regionalista y, en Cataluña, primero en nacionalista y, luego, en independentista. Las televisiones autonómicas colaboraron intensamente, con periodistas adictos a la causa, a lo que se sumaron muchos eclesiásticos que usan sus púlpitos en favor del independentismo. A la vez, se adoctrinó a los jóvenes en el odio a todo lo español, incluidos algunos charnegos que se hicieron en gran medida más nacionalistas que los oriundos. En definitiva, unas poderosas clases políticas extractivas, con empresarios afines, que supieron explotar su renta de situación. Una simbiosis entre políticos y empresarios que facilitó la corrupción que se extendió en Cataluña como una plaga.

    CiU se convirtió en el garante de la estabilidad institucional. "Tranquil Jordi tranquil", viene a la memoria para demostrar el relevante papel del entonces Molt Honorable Pujol en un desgraciado 23-F. La tranquilidad política se pagó a Cataluña con largueza. Ahí están, sin ser exhaustivos, aparte de grandes empresas en sectores privatizados como la energía o las telecomunicaciones, por ejemplo, los Juegos Olímpicos del 92, el enlace del AVE entre las capitales catalanas y su conexión con Francia, el sincrotrón ALBA, el proyecto Melissa de la Agencia Espacial Europea, o el Centro Nacional de Supercomputación. Proyectos que, sin dudar de la capacidad de los agraciados, podrían haber ido a otros lugares como Sevilla o Valencia, por poner dos casos.

    Durante estos años, de las 42 comarcas catalanas, las barcelonesas han sido largamente beneficiadas, concentrando hoy el 78% del PIB catalán. Tarragona alcanza el 9%; Girona el 8; y Lleida, el 5. Un evidente centralismo barcelonés que pasa desapercibido en Cataluña al tener a España como enemigo exterior, y a Madrid como paradigma de un centralismo asfixiante. Una situación que se suma al poder político que la Generalitat quiere al completo en un nuevo modelo de democracia orgánica que pretende gobernar hasta los Ayuntamientos. Ya se sabe que todo nacionalismo necesita un enemigo, de ahí la aversión a lo español representada en el potente eslogan "Espanya ens roba", que ha quedado en desuso al ver que eran los de dentro los que se dedicaban al latrocinio. Hoy se ha pasado al "volem votar", sumando a los antisistema de la CUP, dueños de la situación, que son capaces de quemar banderas de Francia en la plaza pública.

    La decisión de romper el modelo constitucional de 1978 habla mucho del sentimiento de impunidad de los dirigentes independentistas. Piensan que, al final, no pasará nada. Así ha sido hasta ahora. De ahí las constantes falsedades sobre los beneficios de una Cataluña independiente. Una supuesta nueva nación que saldría de Europa y no podría financiarse al hundir su rating, hoy al nivel de bono basura. Con una balanza fiscal que sólo aporta el 4,5% de su PIB al conjunto global (Madrid lo hace al 9%), con el cuarto PIB per cápita de España, y con una deuda que debería asumir más de 250.000 millones de euros una vez lograda la independencia. Los políticos independentistas intuyen que, al final, alguien les ofrecerá, como siempre, comprar la tranquilidad de todos con nuevas ofertas. El problema es saber cuándo se romperá la baraja en el sentido de cerrar un desorden que no beneficia a los españoles, incluyendo a los catalanes, que son también españoles mientras no se demuestre lo contrario.