Firmas

La democracia no puede ser un dilema

  • Los líderes políticos deben orientar el capitalismo hacia el progreso social

Francesc Bellavista

Acabada la Segunda Guerra Mundial -y en plena competencia con el sistema comunista de la URSS- la mayoría de países avanzados adoptaron la democracia representativa liberal e implantaron políticas socialdemócratas orientadas a un desarrollo económico y social equilibrado y al logro del estado del bienestar. El mercado constituía la base del sistema, aunque con los necesarios mecanismos de control para evitar distorsiones que fueran en detrimento del progreso social basado en una distribución más equitativa de los beneficios del crecimiento económico y una mejora de las condiciones de vida.

Este mundo ideal benefició a unas pocas naciones y se construyó en gran medida a costa de negar los mismos beneficios al resto de la humanidad. Con la posterior caída del muro de Berlín y la implosión de la URSS tomó impulso un paradigma neoliberal que defendía que el mercado puede y debe autorregularse, que el intervencionismo del Estado únicamente produce disfunciones y que el progreso más elevado surge otorgando la máxima libertad a los individuos para tomar sus decisiones. Los efectos más evidentes de ello fueron la liberalización de los intercambios comerciales entre países (génesis de la globalización) y el fomento de la deslocalización de la producción en países con costes de mano de obra reducidos (con preponderancia de China).

Sin olvidar la desregulación de los mercados financieros, que llevó a la creación de enormes burbujas especulativas vinculadas a un exceso de liquidez y al descontrol en los movimientos internacionales de capitales con la colocación masiva en el mercado de productos financieros tóxicos, en búsqueda de rentabilidades imposibles.

Estos excesos financieros condujeron a las economías avanzadas a la gran crisis del periodo 2008-2014. La clase trabajadora y buena parte de la clase media -principales damnificados- se sintieron abandonadas por unos sindicatos, partidos políticos y gobiernos superados por la imposibilidad de hacer frente a acontecimientos que -por su carácter global- superaban sus capacidades o su margen de maniobra.

Ahora que empezamos a dejar esta etapa de crisis profunda, las cosas no han vuelto a ser como antes y estos mismos grupos ven con estupor que -además de haber sido los más perjudicados por la crisis- no participan de las ventajas de la recuperación y que la sociedad del bienestar corre el peligro de desvanecerse. Su perplejidad se refuerza cuando, por causa de las nuevas tecnologías, el mundo transcurre a una velocidad extrema y, sobre todo, cuando crecen las dudas sobre cuál será su papel en una economía que, posiblemente, puede no necesitarlos como hasta ahora desde una óptica productiva.

Esta realidad y la generalización masiva de las redes sociales conforman un marco inédito al que se enfrentan buena parte de los países desarrollados, con una fenomenología bien definida: clases medias atemorizadas que ven peligrar la vieja máxima que decía "trabajando se puede vivir dignamente", y que ya no se ven representadas ni por partidos políticos tradicionales ni por sindicatos; gobiernos "zombis", atribulados porque no saben qué decisiones tomar, puesto que estas no dependen de variables a su alcance y porque los cambios que se están produciendo sobrepasan su capacidad de comprensión y de gestión; continuas insinuaciones por parte de determinados países autoritarios de que la democracia no es el sistema que mejor garantiza el crecimiento, porque consideran que el exceso de libertad y de controles abocan a la inacción y que los mandatos cortos no favorecen la toma de decisiones a largo plazo; y redes sociales que generan y propagan mensajes de forma continuada pero que no invitan a la reflexión ni a la discusión, con tendencia a la desinformación y a la concentración de opiniones entre grupos de personas que comparten ideas afines.

Estos factores (además de la corrupción y la partidocracia) generan dudas a la sociedad -sobre todo entre los jóvenes- en cuanto a la validez de la democracia como instrumento para hacer frente a los retos actuales y de futuro, lo que se conoce como el síndrome de fatiga democrática.

La mejor vía para salvar la democracia es que la ciudadanía recupere la confianza en los partidos y que unos líderes políticos más creíbles y carismáticos, con la sociedad civil, busquen soluciones para que el capitalismo se oriente hacia el progreso social y el bien común. Pero, ¿nos permitirán las economías emergentes -algunas de ellas, ajenas a estos dilemas- intentarlo sin que corramos el riesgo de dejar de ser competitivos y, en consecuencia, de restar excluidos de los mercados? Sea como fuere, la democracia no puede ser un dilema sino una premisa de futuro.