Firmas

Razón y competencia, no autoridad moral

  • Todas las instituciones deben tener límites y total respeto por la libertad
  • El infortunio de Bruselas es el trato arbitrario o asimétrico que tiene

Fernando Méndez Ibisate

El gran mal de la Unión Europea, de sus instituciones, es precisamente la expansión de su burocracia y el alcance creciente de los ámbitos administrativos, políticos, de ordenamiento o legislativos y redistributivos, con el consiguiente abandono o merma que ello ha supuesto -tras décadas- en el terreno de la libertad y los derechos de las personas, así como en sus iniciales objetivos de libertad económica, propiedad privada, cumplimiento de los contratos, apertura comercial, de mercados y fronteras, y libre circulación de factores, bienes o mercancías, entre otras oportunidades. Siempre se han dado pasos adelante, pero también otros hacia atrás.

Lejos del mundo sin normas e incluso despiadado (?la zorra en el gallinero?) que muchos suponen o describen, la libertad económica tiene reglas de comportamiento que, no casualmente, coinciden con ciertas virtudes del ser humano quien, como sabemos, está plagado de complejidades y mezclas.

Como decía Adam Smith, el libre mercado no hace ni constituye los comportamientos virtuosos de las personas, pero sí los favorece o impulsa; y cuando no lo logra, cuando, por no ser creador de comportamientos sino mero cauce de los mismos, impera el daño ajeno, la confabulación, el engaño o la estafa, la violencia (contraria al libre mercado, que exige libre decisión, libre acuerdo, entre las partes que contratan), entonces, como también decía Adam Smith, debe estar, debe intervenir el Estado, para que el mercado funcione.

El problema es que cuando el poder, quien dicta las leyes, juzga, procesa o ejerce la coacción de forma legítima, desempeña sus funciones y tiende a no querer tener restricciones, llegando incluso a la connivencia con quienes puedan ofrecerle resultados beneficiosos -para ambas partes- tanto en términos económicos como en términos de poder o de duración de la situación. Por eso las instituciones administrativas, burocráticas, también las europeas, las que en su momento se instituyeron o las que ahora construimos o pretendemos para nuestro futuro, deben tener límites y total respeto por la libertad individual.

Varias de las reglas del mercado se encaminan a evitar que unos se aprovechen de los demás sin su consentimiento; y, en el caso de una UE basada en tales principios, deben establecerse límites entre sus miembros para reducir o impedir comportamientos de free rider o colusorios, máxime cuando la propia UE genera o fomenta incentivos a tales prácticas dañinas. Eso es lo que, en el fondo, evitan reglas como los límites de déficit, de deuda pública o sobre tipos de interés que el Tratado de Maastricht y, luego, el Pacto de Estabilidad y Crecimiento establecieron.

Es fundamental que esas reglas se cumplan y hagan cumplir si no queremos que el sistema de libertad y apertura descrito quede supeditado a los intereses grupales o políticos de determinadas cuadrillas o dirigentes, incluso de forma asimétrica entre ellos, como hace tiempo sucede en la UE.

Para una sociedad como la española, demasiado acostumbrada a no apechar con sus responsabilidades y a tratar de mutualizar los costes privados, facilitando e incitando, de forma irresponsable (no son los británicos los únicos), peticiones crecientes de gasto y endeudamiento públicos, es muy importante que Bruselas no sólo nos recuerde sino que castigue nuestra actitud y complacencia, también la de todos los grupos políticos, y advierta de forma seria que no tolerará ningún desliz o falta en nuestros compromisos con la UE y con el euro, en definitiva con el resto de ciudadanos europeos.

Y debería aplicar el cuento a italianos, franceses, alemanes o griegos..., éstos ya muy tarde. El problema es que la historia de la UE, al menos de sus últimas tres décadas, lo es de incumplimientos; de saltarse las normas o hacer la vista gorda; de aplicación discrecional de las obligaciones; de favoritismos interesados y, en definitiva, de política de amiguetes -de la que en ocasiones nos hemos beneficiado los españoles- justificados muchas veces por el propio proceso de construcción de la UE.

Así, en 2003, el Ecofin acordó suspender el procedimiento de sanción establecido a Francia y Alemania por incurrir en déficit excesivos, cuando una contracción hacía mella en esos países, mientras las reformas españolas de años previos nos permitía surfear aquella crisis, preludio de la que luego vendría.

Y ello cuando apenas dos años antes, en 2001, el Consejo de la UE había reconvenido a Irlanda por aprobar un presupuesto expansivo, tras lograr un superávit del 4,7 % y una proporción de deuda pública baja.

Vale que las economías de Irlanda o España no tienen el pedigrí, fortaleza, ni la potencialidad o capacidad de reacción de las de Alemania o Francia, aunque ésta cuente con debilidades intervencionistas que lastran la UE; pero ni ha sido la única ocasión ni el único caso de trato arbitrario o asimétrico ante las normas y esa historia resta autoridad moral a Bruselas. Tal viene siendo su rémora e infortunio hace tiempo.