Firmas
El rescate griego en una eurozona divergente
- En la periferia, los costes del euro han superado a los beneficios
Juan Rubio Martín
La Unión Monetaria Europea (UME) supuso un acontecimiento sin precedentes: una integración monetaria de dimensión sin integración política ni económica previa. Se suponía referencia para otros bloques geoeconómicos. No fue así. Sus miembros perdieron soberanía monetaria y renunciaron al tipo de cambio flotante, quedando más vulnerables para afrontar los shocks asimétricos o idiosincráticos. La eurozona carecía, inicialmente, de instrumentos alternativos.
Realmente, antes de la integración, no había respuesta clara sobre si la UME supondría aproximar o diferenciar las heterogéneas estructuras económicas. Hoy, los datos confirman lo segundo. Sin políticas fiscales centralizadas ni movilidad laboral, ciertos shocks nacionales generan elevados costes, básicamente paro y/o reducción de salarios reales.
Desde esta perspectiva, la valoración de la eurozona no es positiva. Los costes para los países periféricos han superado los beneficios de políticas a escala europea, que no son necesariamente mejores que las nacionales. Sin poder ajustar tipos de cambio ni fijar oferta monetaria, con frecuencia solo les queda, para adaptarse a un régimen de moneda fuerte dominado por Alemania, reducir salarios, empleos y gasto público y aumentar impuestos, debilitando más sus economías.
Sin voluntad de cambio
No se aprecia voluntad política de cambio. Alemania, que mira a otro lado mientras Grecia acoge la mitad de emigrantes huidos de países conflictivos (informe ONU) "se siente cómoda" con el actual diseño institucional de la eurozona. Y así lo manifiestan, sin recato, responsables y asesores del Gobierno, extraordinariamente beneficiado de la caída de tipos (ver Halle Institute, 10/8).
La UME es un club de países con reglas a las que atenerse; si no, la puerta está abierta. Admite categorías de socios (ver la Europa a dos velocidades) y sugiere "salidas temporales" a los débiles que "no se sientan cómodos" con las políticas dominantes. Por ejemplo, con las políticas deflacionarias de Alemania, parcialmente suavizadas con los estímulos cuantitativos del BCE. Lejos de la supuesta irreversibilidad del euro, que el propio BCE ha llegado a cuestionar (ver WP 10, 2009).
Claro está, es imprescindible saber qué ha ocurrido con países que decidieron no entrar en la UME pero están en el Mercado Único, que erróneamente se suponía incompatible con monedas diferentes. Claramente tienen más margen de maniobra, en cuanto a capacidad de instrumentar políticas económicas, y no les ha ido mal (ver Reino Unido, Dinamarca, Suecia, Islandia, Polonia?), incluso han soportado mejor la crisis; sin utilizar políticas del tipo de cambio, poco efectivas por el propio comportamiento de los mercados, pero utilizando las tradicionales políticas monetarias y fiscales para afrontar sus shocks y perturbaciones macroeconómicas.
En la eurozona ha sido evidente el incumplimiento de la teoría de que las integraciones son perjudiciales para los fuertes y beneficiosas para los débiles. Alemania se ha beneficiado de una divisa más débil que el marco, disparándose sus exportaciones y recursos financieros y beneficiándose de intereses mínimos. Las series históricas son contundentes. Antes de la crisis tenía en torno al 7,5% de superávit corriente sobre PIB; hoy es el mismo o incluso superior. En cambio España, Portugal y Grecia tenían un déficit superior al 10% que solo se ha contenido con devaluaciones salariales y disminución de empleo. Los débiles se han visto perjudicados por una divisa mucho más fuerte que sus monedas anteriores y altos intereses.
¿Quién debe dejar la eurozona?
De ahí el debate sobre si no es Grecia, sino Alemania quien debería dejar la eurozona, propiciado por exaltos funcionarios del FMI (Ashoka Mody, entre otros). Parte de su Gobierno supone que el tercer rescate, actualmente ultimándose, será solo un analgésico para eludir el dolor transitoriamente hasta el Grexit. Las medidas asociadas se orientan, como en anteriores rescates, al reembolso de deudas a corto plazo, sabiendo que harán decrecer el PIB (en torno al 4-5% sería el impacto de los ajustes exigidos, con superávits primarios crecientes). La primera exigencia del principal acreedor no es aumentar la competitividad para crecer sostenidamente a medio y largo plazo (responsabilidad que inexcusablemente debe asumir el Gobierno griego), sino reducir gastos a corto para devolver una deuda que el FMI (que sugiere quita) la califica insostenible. Y si hacen esto, los ingresos también caerán. Y aumentará, consecuentemente, el ratio deuda/PIB; las deudas deben pagarse con ingresos, no con más endeudamiento. Si la UME no profundiza en la unión político-económica se podrá acentuar más la divergencia entre naciones acreedoras y deudoras, y el pronóstico será sombrío.
Juan Rubio Martín, profesor y doctor en Economía, Universidad Complutense