Firmas

Una reflexión sobre el euro



    Aunque no comento sobre las apostillas que algunos amables lectores me hacen, voy a incurrir en la excepción debido al comentario especialmente atinado y medido que realiza Mesmer sobre mi último artículo, Arrasemos el BCE, hundamos el euro, abordando un aspecto esencial del análisis, aunque velado por falta de espacio. Afirma Mesmer: "Y con los shocks asimétricos y las diferencias de competitividad entre economías pertenecientes a la Eurozona, ¿qué hacemos? Una política monetaria que sólo vele por la estabilidad de precios en un área económica tan diversa como la UE es una entelequia que no debería haber salido de los manuales de economía."

    Con una mínima salvedad, no puedo estar más de acuerdo con el problema planteado, que no es otro que el de los costes y exigencias -a veces inconvenientes, según para quien- que acarrea la adopción o existencia misma de una moneda única. Tanto, que en el pasado he informado sobre tales cuestiones y expuesto mi posición en diversos trabajos, especialmente entre 1989 y 1994, cuando con más ardor se discutía sobre la adopción definitiva de una unión monetaria y sobre la firma del Tratado de Maastricht y las condiciones en él impuestas.

    Mi salvedad es que en asuntos monetarios lo único por lo que cabe velar -y no digo quién- es por la estabilidad, no de precios, pero sí del valor o del poder adquisitivo del dinero; de lo que usemos como dinero. Por tanto, una política monetaria sólo debiera velar por eso, sea en una entelequia como la construida en el euro por nuestros megalómanos gobernantes; en el dólar (que es moneda internacional y refugio); con la peseta, o en cualquier otro sistema monetario. En definitiva, ello supone velar por la estabilidad del nivel general de precios (de todos los precios), pero lamentablemente carecemos de una fórmula adecuada y exacta para medirlo. Los índices que utilizamos incluyen unos cuantos precios -muchos-, pero excluyen otros y su cálculo -como siempre- se realiza por aproximación o mediante estimaciones. Lo cual no está del todo mal para un mundo imperfecto. Tal vez, de todos ellos, el más adecuado para el concepto general de precios sea el conocido como deflactor del PIB, que no deja de tener diversos problemas, pero menos que el famoso IPC.

    El mensaje gordiano de Mesmer es que en las condiciones de gran diversidad de fórmulas organizativas, productividades, idiomas, rigideces o poca flexibilidad, escasa movilidad de factores (sobre todo trabajo), mercados fragmentados o poco integrados e incluso sistemas económicos diferentes, de la Europa de hace veinte años, no debía haberse procedido a la adopción del euro, ni debía haberse priorizado una unión monetaria. La prioridad debía haberse situado exactamente al revés, en el logro de un auténtico mercado único, integrado y con cierta convergencia real de las economías que, luego, adoptarían una moneda única.

    En lugar de eso, que llevaría más tiempo y excluiría aquellos países que no integrasen en términos reales, de productividad y competitividad, se optó por intentar forzar dicha convergencia mediante la introducción de la moneda única. Y nuestros gobernantes ya se encargarían de forzar mediante leyes la unidad y convergencia precisas para no poner en peligro la estabilidad del euro en economías dispares. Mientras tanto, y como no se fiaban del necesario buen comportamiento de los gobiernos sobre gasto, déficit y deuda, así como de las presiones de los nuevos príncipes o emperadores sobre el BCE para atender sus necesidades de financiación, establecían los archiconocidos requisitos del Tratado de Maastricht y del Pacto de Estabilidad. El resultado lo hemos sufrido en nuestros bolsillos los contribuyentes europeos. Desde el inicio, políticos y autoridades (sindicatos y empresarios también) entendieron torcidamente la convergencia e integración del mercado y la competitividad.

    Creyeron que significaba homogeneizar economías, sistemas productivos o igualar tecnologías, productividades y costes: producir tomates en Holanda y España con las mismas condiciones. No era, ni es eso. Y como de los actos individuales se derivan consecuencias no planeadas previamente, como ha sucedido en Grecia, Chipre, Islandia, Irlanda, Portugal, Italia, España o Francia e incluso Alemania (en 2002-2003), siguen defendiendo, y creyendo, que para tal convergencia se precisa un sistema fiscal único, una unión bancaria, una hacienda o tesoro europeo -que emita eurobonos- e impedir la competencia fiscal, de monedas, de ventajas productivas, de costes, de libertad de movimientos, de empresas... ¡Hasta Merkel advierte de una pérdida de soberanía para todos!

    Pero no lo es para los Estados ni los políticos, sino para los ciudadanos que debemos dejar en manos de los gobernantes y autoridades nuestras decisiones y libertad de elección. En lugar de cumplir con sus responsabilidades y obligaciones para con las instituciones; en lugar de respetar las reglas del euro que, aunque obligaciones o costes económicos también establece ciertas virtudes, los políticos, en general, generan el caos, buscan culpables fuera, adoptan medidas "para arreglarlo" que imponen nuevos sacrificios, externalidades y más poder para ellos (menos libertad para nosotros) y terminan -terminarán- presentándose como los salvadores del desaguisado, si algún día salimos adelante gracias, sobre todo, a nuestros sacrificios, reajustes y austeridad.

    Fernando Méndez Ibisate, Universidad Complutense de Madrid.