Evasión

Joaquín Sabina se marca otro adiós cantado: pongamos que hablo de un canalla entrañable

El cantautor Joaquín Sabina durante un concierto en el Movistar Arena, a 19 de mayo de 2025, en Madrid (España).

Lucas del Barco

"Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido". Tal vez esa frase de Sabina no fue escrita para esto, pero este lunes cobró un nuevo significado en el Movistar Arena de Madrid, donde miles de voces se unieron a la del flaco de Úbeda en lo que pareció —y quizás lo fue— una despedida con sabor a eternidad. Van unas cuantas y en noviembre repite en la capital.

Hay algo en la forma en que Sabina pisa el escenario que no cambia, aunque el cuerpo ya no acompañe como antes y los gestos se vuelvan más lentos, más medidos. Desde el primer acorde de esa melodía de Antonio Sánchez titulada Pongamos que hablo de Madrid, quedó claro que no estábamos ante un concierto más, sino frente a una especie de homenaje colectivo. Su voz, siempre más corazón que garganta, empezó a rasgar el aire como si quisiera dejar una huella sonora en cada rincón del pabellón. Y nosotros, testigos de esa despedida, firmamos un pacto no escrito: durante dos horas, no íbamos a pensar en el final.

Después llegaron Lo niego todo y Ahora que…, dos canciones que suenan a estación de tren, a despedida en un andén frío. Pero en vez de lágrimas, hubo sonrisas cómplices, y en lugar de nostalgia, una celebración de lo vivido. Porque Sabina no es un artista de fondo de lágrima fácil, sino de brindis irónico, de amor que escuece y versos que arden.

Mentiras piadosas fue la que nos sacó de la melancolía. Esa canción que resume al Sabina más callejero, el de los bares cerrados a las seis de la mañana y los amores imposibles que siempre vuelven. El público, ya entregado, comenzó a saltar y corear como si el tiempo no pasara, como si el 2025 aún pudiera contener algo de 1999.

Hubo momentos de emoción pura. Calle Melancolía, rejuvenecida con flauta y percusión tribal, sonó como si fuera escrita ayer. La oí por vez primera hace 45 años pero eso es otra historia. Sabina confesó que durante toda la gira ha intentado que el público la cante con él, pero que solo en Madrid había sentido esa comunión. ¿Se lo dirá a todos? Tal vez. Pero no importó. Porque en ese instante, le creímos.

Y entonces llegó 19 días y 500 noches, como una declaración de principios. Apenas tocó una nota con su guitarra y el público se puso en pie como si una corriente eléctrica nos recorriera. El estribillo era una sola voz, una sola herida abierta y compartida. El aire olía a tequila imaginario y a adolescencia perpetua.

No hubo tregua. Siguieron ¿Quién me ha robado el mes de abril?, Cien mentiras y una divertida presentación de su banda, esos cómplices de viaje que entienden cada uno de sus silencios. Luego Sabina salió unos minutos del escenario. Era el intermedio necesario, la pausa antes del puñetazo final al corazón.

Regresó con Donde habita el olvido y Peces de ciudad, canciones que no necesitan presentación porque viven en todos nosotros. Y mientras sonaban, empecé a sentirlo: esta era la última vez. Una lágrima, inevitable, cayó sin permiso. El aire empezaba a pesar un poco más. Joaquín cantaba sobre besos que envenenan, y cada verso era una estocada suave.

El cierre antes de los bises fue con Noches de boda y Nos dieron las diez. A mi alrededor, todos estaban de pie. Una pareja se besaba como si fueran adolescentes, una mujer encendía un mechero y alguien se lo apagaba. Ella lo cambiaba por el flash del móvil y seguía coreando, como si eso pudiera detener el paso del tiempo.

El primer bis lo protagonizó Pancho Varona, o más bien Antonio García de Diego, que interpretó La canción más hermosa del mundo con esa mezcla de elegancia y oficio que solo dan los años. Después, Sabina volvió a su silla alta, como de bar en Brooklyn, y entonó Tan joven y tan viejo, ese tema que duele más con cada aniversario. "Tan joven y tan viejo como el blues", cantó, y en la sala nadie se atrevió a respirar.

Las últimas fueron Contigo y Princesa. Dos himnos. Dos maneras de decir "te quiero" con cicatrices. El suelo temblaba, literal y emocionalmente, bajo los pies. Afuera, en el parking, mientras el tráfico se enredaba con los pensamientos, uno intentaba comprender qué era lo que acababa de vivir. Y aunque nada tenía mucho sentido, la vida, como decía la canción, siguió.

Lo hizo con una certeza: que Joaquín Sabina no se va. Se queda en cada línea que alguna vez nos salvó del abismo o nos empujó a él con una copa en la mano. Se queda porque hay artistas que no se retiran: simplemente se transforman en eco.