Evasión

Antonio Palacios: Madrid celebra los 150 años del nacimiento del gran arquitecto con una gran exposición


Lucas del Barco

Era gallego pero fue arquitecto de una capital que soñó catedrales de mármol y bocas de metro. Él inventó el rombo del Metro y los apeaderos más vintage, como el de la estación de Gran Vía. En una época como la nuestra, tan pródiga en urbanismos de plástico y fachadas de hormigón sin alma, resulta un acto de justicia poética detenerse ante la figura de Antonio Palacios, arquitecto gallego y visionario que, con el escuadra y el compás de los dioses, fue capaz de insuflar a Madrid no sólo grandeza monumental, sino un alma de metrópoli ambiciosa que aspiraba a codearse con las capitales del mundo sin renunciar a su barroco temperamento.

En estos días puede visitarse en CentroCentro, ese mismo edificio que él soñó como palacio de comunicaciones, hoy sede del ayuntamiento, en Cibeles, y que hoy, en capricho de la Historia, alberga los trámites más grises del municipio: la exposición Madrid Metrópoli. El sueño de Antonio Palacios. Se trata de un homenaje más que merecido al hombre que, naciendo entre los montes gallegos en 1874, acabó transformando la silueta urbana de la capital española con una mezcla de megalomanía, genio y ese entusiasmo desbordado de quien no sólo imagina edificios, sino civilizaciones enteras.

El visitante podrá perderse —y no sin gozo— entre planos, dibujos, maquetas, acuarelas y fotografías de una época en la que Madrid aún no era el engrudo de autopistas, franquicias y neones que hoy padecemos, sino una urbe por inventar. Palacios, con mirada wagneriana, quiso hacer de esa villa mestiza una escenografía donde cupieran las cúpulas bizantinas, los vitrales modernistas, los relieves neobarrocos y hasta los delirios neofuturistas. Como si Gaudí hubiera cruzado la M-30.

Sus obras no son sólo edificios: son frases rotundas en una gramática de piedra. El Círculo de Bellas Artes, el Banco del Río de la Plata (hoy Instituto Cervantes), el Hospital de Maudes, el templo ciclópeo de Cibeles. Y, entre todos ellos, una anécdota que, de tan simbólica, parece alegoría: en la fachada de Cibeles, donde debía figurar el escudo de los Borbones —con sus flores de lis como lilas heráldicas—, Palacios dejó esculpido el escudo gallego: un cáliz y siete cruces. Fue su firma. O su travesura. O su profecía.

Los puristas lo acusaron de soberbia; los patriotas de aldeanismo. Pero lo cierto es que aquel cáliz es más que una herejía: es el símbolo del arquitecto como taumaturgo, como demiurgo que no sólo levanta muros, sino significados. Palacios no quiso copiar escudos, sino fundar evangelios. Como los antiguos canteros que ocultaban en los capiteles mensajes cifrados, Palacios estampó su linaje en la piedra, porque sabía que la ciudad futura olvidaría su nombre pero no sus gestos.

La exposición recorre también su intervención en la Gran Vía —la espina dorsal de la modernidad madrileña—, con obras como el Edificio Matesanz o el Hotel Florida, demolido con la frivolidad de quien arranca una página del Quijote para envolver un bocadillo. Su vocación era imperial, pero no al modo de los arquitectos oficiales del franquismo, que confundieron monumentalidad con hormigonera. Palacios pensaba la ciudad como un teatro de la vida pública, y por eso fue también quien imaginó el Metro como un paseo subterráneo digno de una metrópoli europea.

Sus templetes de acceso, hoy casi extintos, eran pequeñas catedrales para iniciados. Y el logotipo romboidal del suburbano —ese diamante rojo que todos hemos perseguido entre los atascos— fue obra suya, resumen geométrico de su mirada: clara, limpia, ambiciosa. Hasta eso diseñó con una elegancia funcional que hoy sería imposible entre informes y comisiones.

La muestra se cierra con sus sueños no cumplidos: un Palacio de las Artes, una Puerta del Sol rediseñada, una Gran Vía Aérea que habría anticipado los rascacielos de Manhattan. Son proyectos que no vieron la luz, pero que muestran, en su irrealidad, la estatura del hombre. Porque Antonio Palacios no quería construir casas, sino futuros.

Y lo consiguió. Aunque sus obras se degraden, aunque su nombre no figure en los callejeros con la pompa debida, basta mirar Madrid desde cierta altura —desde un dron, si se quiere, o desde el atardecer de una azotea— para notar su huella: una ciudad que, por un instante, se creyó imperial sin dejar de ser castiza.

Como él. Gallego de cepa, madrileño por voluntad. Arquitecto de una urbe que aún no existe, pero que cada día tratamos de habitar.