Evasión
El fulgor de un mundo perdido: "Siena, el auge de la pintura, 1300–1350" en la National Gallery hasta el 22 de junio
- La máquina del tiempo que te traslada a principios del siglo XIV en el centro de Italia: un momento de oro para el arte
Lucas del Barco
Por un momento, uno podría pensar que las salas oscuras de la National Gallery no son sino una cueva platónica donde la luz de los dorados medievales arroja el reflejo de un tiempo que aún respira entre pigmentos resquebrajados y halos punzonados con estrellitas. No hay otro modo de decirlo: Siena: el auge de la pintura, 1300–1350 es una epifanía estética, una celebración de la pintura como oráculo, como mensaje cifrado, como delirio místico de una ciudad que creyó en la imagen con la fe de un apóstol y el orgullo de una república.
Curada con mano de encaje y criterio filológico por Caroline Campbell y Stephanie Wolohojian, esta exposición —que puede verse hasta el 22 de junio— constituye el gran acto de restitución de un capítulo glorioso y, por momentos, sepultado en el eco florentino de la Historia del Arte. Porque si Florencia fue el músculo, Siena fue el alma; si Giotto aportó la arquitectura corpórea del cuerpo humano, Duccio y los suyos tejieron su respiración espiritual con hilos de oro, azul ultramar y lirios en las mejillas. Los visitantes, aún sin saberlo, entran aquí en una ceremonia. Porque esto no es una exposición, sino una misa laica. Se trata de mirar con los ojos de hace siete siglos. De imaginar el temblor devocional que debía causar, en un mundo huérfano de imágenes, la aparición de una Virgen con manos tan finas que parecían hechas de luz, o de un santo en fuga que no huía del demonio sino del pecado del mundo.
En el centro del relato, como un astro pintado por dentro, la Maestà de Duccio di Buoninsegna (ca. 1255–1319), ese gigantesco retablo que en su tiempo fue más venerado que la propia hostia consagrada. El 9 de junio de 1311, toda Siena acompañó en procesión la obra, entre cánticos y trompetas, desde el taller del pintor hasta el altar mayor de la catedral. Duccio, a diferencia de la mayoría de sus contemporáneos, firmó la obra, y no por vanidad, sino como quien testimonia su acto de fe: "Santa Madre de Dios, sé gloriosa para Siena y da vida a Duccio, porque así te pintó". Qué certeza, qué audacia, qué lujuria de eternidad.
La Maestà no fue sólo una proeza técnica —el primer retablo italiano pintado por ambas caras con predelas narrativas, abriendo el camino al Renacimiento—, sino también una revolución emocional. En sus figuras hay ternura, duda, empatía, miedo. Hay madres que temen por sus hijos y ángeles que dudan como adolescentes ante el misterio de lo sagrado. Es como si, de pronto, el arte recordara que los cuerpos tienen peso, que las manos acarician, que los ojos lloran.
La máquina del tiempo que te traslada a principios del siglo XIV en el centro de Italia: un momento de oro para el arte, un catalizador de cambio. Los artistas Duccio, Simone Martini y los hermanos Pietro y Ambrogio Lorenzetti están forjando una nueva forma de pintar. En la imagen, detalle de un políptico de Pietro Lorenzetti, c 1320. Fotografía: Gentile concesione dell'Ufficio Beni Culturali della Diocesi di Arezzo-Cortona-Sansepolcro.
La línea de Martini se vuelve filigrana de oro sobre las ideas de Dios
Alrededor de Duccio giran, como planetas dorados, sus herederos más brillantes: Simone Martini y los hermanos Pietro y Ambrogio Lorenzetti. El primero, refinado hasta la extenuación, estilista de lo etéreo, maestro de cabelleras onduladas como manuscritos iluminados. El Políptico Orsini, realizado para la devoción privada del cardenal Napoleone Orsini en Aviñón, brilla en esta exposición como un relicario pictórico de exilio y sofisticación. La obra es un milagro portátil, un icono convertido en objeto de deseo, que marcó el gusto francés y anticipó el arte miniado de los hermanos Limbourg. Aquí, la línea de Martini se vuelve filigrana de oro sobre las ideas de Dios. Luego están los Lorenzetti, verdaderos alquimistas de la emoción. Pietro, con su espléndido Políptico de Pieve, recientemente restaurado, demuestra una capacidad inaudita para vincular espacio, gesto y espiritualidad. Pero es Ambrogio quien toca la fibra más honda, con su prodigiosa Virgen de la leche, donde María, en lugar de la madre triunfante, aparece como una mujer resignada, incluso dolida, mientras ofrece su seno a un Niño que, aunque divino, parece ya advertir su destino de sacrificio. Los dedos de María, paralelos como barrotes, nos recuerdan que el amor también puede ser una prisión dulce.
En estos retablos, más que escenas religiosas, lo que vemos son dramas interiores. No son las hagiografías medievales que uno espera, sino novelas psicológicas anticipadas. La pintura sienesa no inventó el humanismo, pero sí lo intuyó. Antes de que existiera el Renacimiento, Siena ya lo había soñado en silencio. Uno de los cuadros más emocionantes de la muestra es Jesús con sus padres tras volver del templo, de Simone Martini. El episodio, apenas una anécdota en los Evangelios, se convierte aquí en una escena íntima de incomodidad familiar, de silencios densos y miradas esquivas. Jesús, aún niño, expresa esa mezcla de obediencia y rebeldía que define la adolescencia. Y de nuevo, el oro del fondo no es sólo símbolo divino, sino el telón de un teatro donde cada gesto humano adquiere la magnitud de una tragedia griega.
Como toda luz demasiado intensa, también ésta tuvo su eclipse
En 1348, Siena fue sacudida por la Peste Negra. Y con ella, el arte dejó de mirar al cielo para contemplar el abismo. Ambrogio Lorenzetti fue una de las primeras víctimas. Las calles se convirtieron en cementerios, los frescos en epitafios. Petrarca escribió que "una soledad espantosa se extendió por todos los confines de la tierra". El esplendor del Trecento se apagó como una vela en la tormenta. Y sin embargo, lo que sobrevive en esta exposición no es la peste sino la esperanza. Lo que queda, en medio del silencio de los siglos, es el eco de una ciudad que creyó que la belleza podía salvarla. Siena no fue solo un estilo, fue una actitud: la idea de que la pintura podía ser oración, espejo y misterio a la vez. Como esas mujeres vestidas de azul que aún nos miran desde los altares con ojos almendrados, como si supieran algo que nosotros hemos olvidado.
El entorno político en Siena también jugó su papel en este milagro visual entre 1287 y 1355
El entorno político también jugó su papel en este milagro visual. Entre 1287 y 1355, Siena fue gobernada por el Consiglio dei Nove, una oligarquía de comerciantes que supo ver en las artes un instrumento de cohesión cívica. No se trataba solo de fe, sino de propaganda, de pedagogía, de diplomacia simbólica. El Palazzo Pubblico, con sus frescos civiles, es el testamento pictórico de esa visión política. Allí, Ambrogio Lorenzetti pintó el Buen Gobierno, fresco que no está en la exposición por razones obvias (es inmóvil como una montaña), pero cuya sombra se percibe en cada sala. Porque los sieneses entendieron algo fundamental: que la ciudad también podía ser una obra de arte.
Esta muestra no es una retrospectiva: es una resurrección. Lo que Campbell y Wolohojian han logrado no es sólo reunir piezas excepcionales —incluyendo esculturas, textiles y orfebrería que completan el contexto visual—, sino invocar una cosmogonía entera. Han traído de vuelta a una Siena que no fue eclipsada por Florencia, sino que la precedió en muchas cosas. Una Siena donde los artistas no eran aún genios individuales, sino canalizadores de un fervor colectivo. Una Siena que entendía el arte no como decoración, sino como necesidad. Cuando se abandona la exposición, el mundo parece más plano. Afuera ya no hay cielos de oro, ni ángeles con tirabuzones, ni Vírgenes de leche melancólica. Pero si uno cierra los ojos, aún puede verlos. Porque lo que ha quedado en la retina es más que imagen: es una nostalgia incurable de lo sagrado. Y entonces se comprende lo que esta exposición realmente propone: no sólo mirar arte, sino recordar una forma de mirar. Esa en la que cada color tenía un significado, cada gesto era un signo, cada lágrima era una promesa. En tiempos de pantallas y píxeles, Siena: el auge de la pintura, 1300–1350 es un acto de fe en la persistencia de la belleza.