Evasión

James Ellroy regresa muy salvaje con una trama sobre la muerte de Marilyn Monroe: "Era barata"

  • El FBI de Hoover, JFK, su hermano Robert Kennedy y sobre todo la muerte de Marilyn Monroe, en la nueva trama que el escritor de L.A. Confidential presentó este lunes en Madrid
James Ellroy. Fuente: Cordon

Lucas del Barco

Los trapos sucios de Hollywood siempre han entusiasmado a ese hombre que comparecía ante la prensa estaba sentado en un sofá Chesterfield como si fuera un trono, con esas manos grandes que escribieron La Dalia Negra, que ahora descansaban sobre los brazos del mueble, tan firmes como un juez en su estrado. Las gafas con montura de acero se deslizaban un poco por su nariz, de 76 años, y la boina le daba un aire de veterano de guerra o, quizás, de escritor que ha visto y sufrido demasiadas cosas. Era James Ellroy, el perro loco, el maestro del noir. Él no era como los demás. Él era un lobo, y lo sabía.

La habitación estaba cargada de ese humo invisible que dejan las palabras dichas con desprecio, de las ideas que chocan y se desmoronan antes de tomar forma. Él no se molestaba en ocultarlo: nada de lo que ocurría a su alrededor le importaba. Ni Madrid, ni la entrevista, ni siquiera el revuelo que su nueva novela, Los seductores, había causado. Aun así, estaba allí, dispuesto a hablar porque, en el fondo, sabía que una entrevista no es más que otro escenario, otro teatro donde interpretar el papel que le tocaba.

"Marilyn Monroe era estúpida, superficial y barata", dijo, disparando las palabras con la frialdad de un verdugo. Los periodistas, algunos incómodos, se revolvieron en su silla. ¿Cómo podía alguien hablar así de un mito? ¿Del símbolo eterno de la belleza y la tragedia? Pero Ellroy no se detuvo. Para él, Marilyn no era más que otra pieza de un Hollywood corrupto, un lugar donde las máscaras eran más importantes que las personas.

"Era una mujer que usaba a los demás y se dejaba usar. No fue víctima, fue cómplice de su propia destrucción", sentenció. Ellroy nunca fue un hombre que evitara el conflicto. Lo buscaba, lo alimentaba. Para él, escribir no era solo un arte; era una guerra, y en esa guerra, todos los mitos americanos podían ser derribados: JFK, James Dean, incluso Los Ángeles, la ciudad que amaba y detestaba a partes iguales.

"Los Ángeles en los sesenta era un caos absoluto. Estaba a punto de estallar. Toda esa mierda, la corrupción, los disturbios, la codicia. Era un circo, y yo estaba allí para verlo", dijo, con la mirada perdida en algún rincón de su memoria. Los seductores no es una novela más sobre Hollywood. Es un descenso al infierno. Su protagonista, Freddy Otash, no es un héroe ni un antihéroe. Es un tipo con las manos sucias, un expolicía convertido en detective privado y chantajista. Freddy es la clase de hombre que espía a las estrellas, siembra micrófonos en sus casas y guarda los secretos más oscuros de la ciudad.

"Freddy era un cabrón", sentenció Ellroy, casi con afecto. Pero también era humano. En mi novela, tiene momentos de bondad. Hace cosas terribles, pero paga el precio por ellas. En el centro de la historia está Marilyn, aunque no la Marilyn que conocemos. Esta es una Marilyn pervertida, manipuladora, un personaje tan lleno de sombras que parece haber salido de una pesadilla.

"¿Demasiado?", pregunta Ellroy, burlón. No. ¿Por qué habría de serlo? Para él, Marilyn no era un símbolo de pureza rota ni una mártir. Era simplemente una jugadora más en el tablero del chantaje, una mujer que perdió su partida. Y Freddy, claro, estaba allí para recoger las piezas.

"Freddy escuchó su muerte. Él mismo había sembrado micrófonos en su casa. No tenía que inventar nada, todo estaba allí", dijo, como si todo eso no fuera más que un dato anecdótico. Ellroy dice lo que le da la gana y no escribe para agradar. Sus novelas no buscan consuelo ni redención fácil. Pero, en sus propias palabras, están impregnadas de una fe profunda.

"Soy cristiano. Creo en el pecado original, en la caída del hombre. El mundo es un lugar trágico. Pero también creo en la redención, aunque sea dolorosa", dijo, con una solemnidad inesperada. Freddy Otash, con todas sus imperfecciones, es un reflejo de esa visión. Un hombre atrapado entre el pecado y la fe, alguien que hace el mal, pero que, de alguna manera, sigue buscando algo parecido a la redención.

"En Los seductores, hay momentos donde Freddy se persigna. Es un gesto pequeño, pero significativo. A pesar de todo, él cree. Y eso lo hace humano", explicó Ellroy, casi con ternura. Mientras hablaba, quedaba claro que Ellroy no era un hombre del presente. Su mente estaba anclada en los años cincuenta y sesenta, en una época donde las reglas eran distintas, donde la oscuridad era más cruda, más real.

"No tengo ordenador. Ni teléfono. No sé lo que es una app. El mundo digital es satánico. Está destruyendo el civismo, los buenos modales… ya nadie habla por teléfono" dijo, como si el progreso fuera una enfermedad que prefería evitar. No le interesaba la política actual, ni la literatura contemporánea. Solo le importaban las novelas policíacas de su juventud, el jazz, la música clásica, y, por supuesto, los muebles modernos de mediados de siglo.

"No necesito más. Esas cosas me alimentan como artista. No tengo tiempo para tonterías modernas", afirmó, con una sonrisa ladina. Ellroy no es solo un escritor; es un personaje, una caricatura exagerada de sí mismo. Pero debajo de esa fachada de dureza y provocación, hay algo real, algo profundamente humano.

"Me gusta provocar. Decir que se jodan de una manera agradable. Pero al final, todo es un juego. Incluso esta entrevista", confesó, rompiendo momentáneamente su máscara. Cuando se le preguntó por el futuro, por lo que quedaría de su obra, Ellroy se encogió de hombros.

"No lo sé. Yo solo escribo. Si a la gente le gusta, bien. Si no, también está bien. Lo que me importa es que cada palabra sea mía, que cada historia sea una mentira que revele la verdad". Y así es James Ellroy, el perro loco, el lobo solitario. Un hombre que escribe como vive: al borde del abismo, con las uñas aferradas a la oscuridad y los ojos fijos en las estrellas.