Evasión

Crítica de 'A Different Man': El hombre que se miró al espejo y vio a otro

Escena de 'A different man'

Lucas del Barco

Cuando todo ha estallado, cuando los personajes han dejado de ser quienes creían ser, queda la pregunta de fondo: si pudiéramos cambiarnos la cara, ¿realmente querríamos ver lo que hay debajo? Un hombre cambia de cara y descubre que ya no le pertenece. ¿Quién es entonces? ¿Quién era antes? A Different Man es la película que le habría gustado rodar a un cirujano plástico con vocación de filósofo, si los cirujanos plásticos creyeran en el alma. Pero aquí estamos, en manos de Aaron Schimberg, que ha hecho algo mejor: una comedia negra sobre la vanidad como maldición, sobre la identidad como accidente biológico y sobre el extraño privilegio de la fealdad cuando uno se acostumbra a ella.

En este cuento de terror disfrazado de sátira, Edward (Sebastian Stan) es un actor con neurofibromatosis, una enfermedad que le llena el rostro de tumores y lo condena a ser visto sin ser mirado. Nueva York es un paraíso de la indiferencia, pero hasta en una ciudad que se jacta de no ver a nadie hay una jerarquía secreta de apariencias, y Edward está en el sótano. Su mayor éxito profesional ha sido aparecer en un vídeo corporativo donde se enseña a los oficinistas a no vomitar si les toca compartir cubículo con alguien como él. Después de esto, el destino le ofrece un trato faustiano en versión dermatológica: una operación milagrosa que lo convierte en otro hombre. Con una cara nueva —la suya, pero al fin aprobada por la industria inmobiliaria y los algoritmos de citas—, Edward se reinventa como Guy. Un nombre que es a la vez sustantivo genérico y negación de su antiguo yo. Un tipo. Un cualquiera. Un nadie con mandíbula cuadrada y un traje bien planchado.

Lo que sigue es una pesadilla cómica donde el espejo ya no devuelve el reflejo esperado. Guy intenta vivir la vida que soñó Edward, pero descubre que la felicidad es más esquiva que la belleza. Se reencuentra con su antigua vecina Ingrid (Renate Reinsve), una dramaturga que ha escrito una obra sobre él, y en un giro perverso de la historia decide presentarse al casting para interpretarse a sí mismo. Pero hay un problema: el papel ya tiene dueño. Oswald (Adam Pearson), un hombre con su misma enfermedad, es su némesis improbable, el recordatorio viviente de lo que ha perdido junto con su rostro. Y para colmo, Oswald es encantador, seguro de sí mismo y, a todas luces, más digno de ser amado que este guapo recién nacido que no sabe cómo sostener su nueva vida.

Schimberg, que ya había explorado la relación entre deformidad y percepción en Chained for Life, vuelve a jugar con los espejos en A Different Man, pero esta vez los rompe antes de que podamos vernos reflejados en ellos. Su cine tiene la crueldad seca de Todd Solondz, la paranoia metatextual de Charlie Kaufman y la autoflagelación de Woody Allen, pero con una conciencia de sí mismo que lo hace aún más incómodo. Aquí nadie se salva: ni el que mira ni el que es mirado, ni el que se compadece ni el que desprecia.

El cine lleva décadas pidiéndonos que sintamos lástima por los monstruos. Desde El jorobado de Notre Dame hasta El hombre elefante, la deformidad ha sido tratada como una tragedia sentimental, una metáfora fácil para recordarnos que la belleza está en el interior. A Different Man desmonta esta trampa con bisturí afilado. Aquí la fealdad no ennoblece a nadie, la belleza no trae la felicidad y la transformación física no cura los traumas. Peor aún: cuando la sociedad se queda sin la excusa de la compasión, su crueldad se vuelve más absurda. Edward aprendió a vivir en el margen, pero Guy está condenado a un limbo más extraño: demasiado atractivo para ser un mártir, demasiado inseguro para ser un ganador.

La supuesta víctima de esta historia no es el hombre desfigurado, sino el que ha dejado de estarlo. Oswald no tiene crisis de identidad; es Guy quien se desmorona ante la imposibilidad de ser alguien. Y en este juego de espejos se cuela también la cuestión de la representación: Sebastian Stan, actor de belleza convencional, interpreta a un hombre que huye de su propio rostro, mientras Adam Pearson, que padece realmente la enfermedad, encarna la versión idealizada de lo que Edward podría haber sido si hubiera aprendido a aceptarse. El cine dentro del cine dentro de la vida.

¿Cuántas veces se puede mudar de piel antes de perder el alma? Schimberg no busca responder a esta pregunta, pero la deja en el aire como una maldición. A medida que avanza la película, la historia se va alejando del realismo y se hunde en un territorio más turbio, donde la lógica de los sueños y las pesadillas toma el control. La primera mitad es una comedia incómoda sobre la identidad; la segunda es un thriller psicológico donde la idea de ser otro se convierte en una maldición kafkiana.

Esta deriva narrativa es también la gran osadía de la película. En un tiempo donde todo parece diseñado para no molestar demasiado, A Different Man se permite la impertinencia de no encajar en un solo género, de perderse y volver sobre sí misma, de frustrar las expectativas del espectador y jugar con su incomodidad. Schimberg no le debe nada a la estructura clásica ni al algoritmo de Netflix. No es una película hecha para ser vista con una hamburguesa en el regazo; es una película para ver retorciéndose un poco en la butaca, consciente de que la belleza no es garantía de nada y que la fealdad, con suficiente paciencia, se convierte en costumbre.