Evasión
La iglesia de San Luis de los Franceses abre como pinacoteca en Sevilla con una gran colección de arte
- San Lázaro y las voces del siglo XVII, un nuevo museo del barroco en la capital andaluza
Lucas del Barco
Han florecido en Sevilla, como flores que brotan de viejos huesos, las historias que un día fueron penas y miserias. Allí donde la muerte hallaba su refugio, en hospitales que más que sanar consolaban el espíritu, nace ahora un museo. Este nuevo templo del arte barroco se alza con las voces de quienes pasaron y murieron bajo el peso de la enfermedad y la pobreza. Es, en la Sevilla eterna, un canto al pasado que no olvida y que hoy se arropa de luz y contemplación.
Fue el rey Fernando III, tras tomar Sevilla en 1248, quien sembró la primera semilla de lo que luego sería un paisaje de beneficencia y desamparo. Mandó construir, lejos de los muros de la ciudad, un hospital que apartara a los leprosos del contacto humano, relegándolos al eco de la soledad y el olvido. Así nació el Hospital de San Lázaro, que aún hoy se mantiene en pie como vigía de los siglos. Desde entonces, Sevilla se fue llenando de sanatorios, hospicios y casas cuna. Algunos, majestuosos, como el Hospital de las Cinco Llagas, hoy sede del Parlamento andaluz, y otros tan humildes como tres camas en una parroquia cualquiera. Pero no eran lugares de curación: eran umbrales de lo inevitable, espacios donde la enfermedad se mezclaba con la oración y donde el bien morir era el único destino.
De esas casas que acogieron a los débiles y los desahuciados, nació un legado pictórico y escultórico que ha dormido siglos. Ahora, la Diputación de Sevilla ha puesto al alcance de los ojos el resultado de diez años de restauración. Entre las paredes de la iglesia de San Luis de los Franceses, un joyel del barroco pleno, resuena la voz de artistas y devotos que, entre 1500 y 1900, plasmaron el sufrimiento humano como espejo del alma. Este edificio, una obra cumbre de los jesuitas, guarda ahora la memoria del arte y del dolor, como si las pinturas hablaran de las mismas plegarias que un día se pronunciaron entre sus muros.
Las obras que habitan este museo no desmerecen el esplendor de su continente. Hay pinturas de la escuela de Murillo, que en su luz parece recoger los suspiros de la Sevilla asolada por la peste de 1648. Hay trazos flamencos que recuerdan a Rubens, como si el arte se tendiera entre España y Flandes. Incluso, más cercanos a nuestros días, un retrato de la benefactora Josefa Fraile, obra de Valeriano Bécquer, parece mirar al visitante con ojos que saben de la caridad. Pero estas pinturas no solo son belleza; también son testigos del hambre, la enfermedad y la mortalidad infantil que superaba el 70% en aquella Sevilla de hospicios y abandono.
Ya en 1936, hubo un intento de reunir estos tesoros en una pinacoteca. Sin embargo, la guerra y la represión truncaron el sueño, y han sido necesarios casi 90 años para que este museo viera la luz.
El recorrido que ofrece este museo no sigue una línea de tiempo. Cada sala evoca lo que fueron aquellos hospitales, recreando sus muros y sus almas. La más notable es la dedicada al Hospital de las Cinco Llagas, donde descansan obras de artistas como Esteban Márquez, Cornelis Schut, Meneses Osorio o Sebastián Llanos Valdés. Se han reunido aquí a los pintores de la academia de Murillo, ese grupo de artistas que juntos practicaban bajo la luz de las velas en la antigua Lonja de Sevilla. Uno de esos cuadros, un Cristo atado a la columna de Schut, refleja el dramatismo y la devoción del barroco como si la luz misma hubiera sido un pincel.
Pero no todo en esta colección es esplendor. Muchas obras, aunque no alcancen la grandeza artística, son ventanas abiertas a la Sevilla de la miseria. Entre ellas, un cuadro anónimo de 1700, procedente de la Casa Cuna, muestra a una Sagrada Familia junto a una cuna abarrotada de recién nacidos. Seis niños, apretujados en un espacio mínimo, compartían la misma suerte de abandono. Una sola nodriza cuidaba de veinte almas diminutas, como si la vida apenas se sostuviera por un hilo.
Además de las obras, el visitante podrá explorar espacios hasta ahora desconocidos del conjunto monumental de San Luis: la sala De Profundis, el refectorio, las sacristías, y la capilla doméstica. Esta última se abre como una gruta escondida, donde los jesuitas se refugiaron tras la expulsión ordenada por Carlos III. En cada rincón parece oírse el eco de los que pasaron antes, como si las paredes guardaran aún sus secretos.
Este museo no es solo una muestra de arte, sino un poema a la memoria. En sus salas resuena el espíritu de una Sevilla que conoció el barroco no solo como estilo, sino como forma de vida y muerte. Aquí están las historias de los olvidados, los trazos que los pintaron y las esculturas que les dieron forma. Entre los brillos dorados y las sombras profundas, este nuevo espacio en San Luis de los Franceses no solo invita a contemplar, sino también a recordar.