Evasión

Parthenope, el sueño hipnótico y la belleza de Celeste Dalla Porta: Sorrentino bebe de Cuarón y Fellini

    Celeste Dalla Porta es Parthenope

    Lucas del Barco

    Todo el metraje de Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) es una deliciosa clase magistral de cómo narrar las emociones más intensas y endemoniadamente sabrosas de seres humanos como Maribel Verdú, Gael García Bernal y Diego Luna. Pero la escena en la que la española decide despedirse de la vida a base de chupitos de Tequila, y sexo con los mexicanos y la música de "Si No Te Hubieras Ido" de Marco Antonio Solís es inolvidable. Algo de eso hay en el último Sorrentino, que bebe de Cuarón, de Fellini, de Nápoles y sobre todo de sí mismo.

    La última obra del cineasta a que debemos maravillas como La Gran Belleza se llama Parthenope, tributo deslumbrante a la ciudad de Nápoles, pero, sobre todo, es un canto inagotable a la sensualidad de su protagonista, Celeste Dalla Porta, nueva diosa del cine que aquí encarna mucho más que a una mujer, una diosa tan magnética y fascinante como el paisaje de la tierra que la vio nacer literalmente e el Mediterráneo. Es la belleza de un relato cinematográfico que eleva el cine a una experiencia casi mística.

    Desde el primer instante en que aparece Celeste Dalla Porta en pantalla, el espectador queda atrapado. No interpreta a Parthenope; ella es Parthenope, una personificación moderna de la sirena mitológica que dio origen al nombre de Nápoles. Cada movimiento suyo, cada mirada, tiene la capacidad de hechizar. Sus ojos, que parecen contener los secretos del Vesubio y las aguas de la bahía, y su caminar, que recuerda a las olas acariciando la costa, convierten cada plano en una obra de arte.

    Sorrentino no escatima en recursos para exaltar esta figura femenina: la cámara se recrea en sus gestos, como si buscara congelar su belleza infinita, mientras el vestuario de Yves Saint Laurent la envuelve en un aura que es tanto terrenal como celestial. Su belleza, como la de Nápoles, no se limita a lo evidente; es un misterio, un abismo del que uno no quiere escapar.

    Pero no solo Celeste Dalla Porta deslumbra en Parthenope. La ciudad de Nápoles, en su esplendor caótico y barroco, es mucho más que un escenario; es un personaje vivo, una presencia constante que respira y se mueve al ritmo de la película. Sorrentino la retrata como un mosaico de contradicciones: luminosa y sombría, decadente y gloriosa, eterna y efímera.

    Nápoles es la cuna y el destino de Parthenope, y su vida transcurre al compás de la ciudad. Desde los fastuosos salones de Capri hasta los callejones más oscuros, cada rincón está impregnado de una belleza que no pide permiso. La Galería Umberto I, transformada en un desfile de modelos de ensueño, y las vistas del Golfo, que parecen extraídas de una pintura renacentista, son muestras del amor que Sorrentino siente por esta urbe. Nápoles es su musa, su obsesión, su eterno milagro.

    En Parthenope, la belleza no es un refugio, sino un desafío. Celeste Dalla Porta encarna esta dualidad con una intensidad que resulta casi insoportable. En su juventud, su personaje irradia una vitalidad que parece invencible, pero detrás de su rostro perfecto se oculta una melancolía que se va revelando poco a poco. Como Nápoles, Parthenope es un lugar donde la alegría y la tristeza coexisten, donde cada instante de felicidad lleva consigo la sombra de lo que no será.

    Sorrentino ha dicho en más de una ocasión que el cine es un vehículo para soñar, y Parthenope es su sueño más ambicioso hasta ahora

    Sorrentino captura esta ambivalencia en escenas que oscilan entre lo sublime y lo grotesco, entre lo sensual y lo sagrado. Una de las más comentadas es aquella en la que Parthenope y el guardián de las reliquias de San Genaro comparten un momento íntimo, provocando la licuefacción milagrosa de la sangre del santo. Es una escena que escandalizó a algunos sectores religiosos, pero que, en el contexto de la película, tiene un sentido casi poético: el milagro de la vida, de la pasión, de la belleza que transciende lo humano.

    Sorrentino ha dicho en más de una ocasión que el cine es un vehículo para soñar, y Parthenope es su sueño más ambicioso hasta ahora. La película no busca la verosimilitud; prefiere, como Fellini, elevarse por encima de la realidad. Cada fotograma es una obra de arte, cada escena una composición cuidadosamente orquestada que desafía las leyes del tiempo y el espacio. Decíamos que la influencia de Fellini es evidente, pero también hay ecos de ese Cuarón en la capacidad de captar la magia de lo cotidiano. Sin embargo, Sorrentino no imita; sublima. Su estilo es inconfundible, y en Parthenope alcanza su máxima expresión.

    Si hay algo que convierte a Parthenope en una experiencia inolvidable, es la presencia de Celeste Dalla Porta. Su actuación trasciende las palabras; no actúa, sino que habita su personaje con una naturalidad que desarma. Su belleza no es superficial; es un enigma, un laberinto que invita a perderse. Dalla Porta no solo interpreta a Parthenope; encarna la esencia misma de la película. Su rostro, iluminado por la luz mediterránea, se convierte en el símbolo de todo lo que Sorrentino quiere transmitir: la fugacidad de la vida, la intensidad del deseo, la belleza que persiste incluso en la decadencia. Nápoles, con su caos y su esplendor, y Parthenope, con su belleza infinita, quedarán grabados en la memoria del espectador como un sueño que nunca querrá abandonar. Viva Maradona aunque ya no esté y por supuesto viva la sangre de San Jenaro