Evasión

Las Crónicas Marcianas que llegaron mucho antes que Javier Sardá: las cartas de Ray Bradbury


    Lucas del Barco

    Una vez, hace no tanto, Ray Bradbury se sentó ante su máquina de escribir como un profeta desencantado por los ritmos terrestres. Era 1996, y la humanidad aún no había conquistado Marte, ese planeta que él había pintado con el pincel de los sueños en "Crónicas Marcianas". En una carta al editor Lou Aronica, escribió con un tono que mezclaba la ironía con la esperanza: "Será mejor posponerlo unos 30 años, ¿no? Que la NASA tenga tiempo de cumplir mi profecía". Aquella misiva no era un simple ajuste de fechas para su libro. Era la voz de un hombre que veía en las estrellas un refugio frente a la monotonía de la Tierra, un creador que quería alinear su fantasía con las promesas incumplidas de la ciencia.

    En la primera edición de Crónicas Marcianas, publicada en 1950, Bradbury fijó el inicio de la colonización humana de Marte en 1999, extendiéndola hasta 2026. Pero los cohetes seguían en el suelo, y Marte, con su cielo ocre, seguía siendo un dios inalcanzable. La realidad no había seguido el camino que él había imaginado, pero Bradbury no se rindió. En su carta, ajustó los tiempos como un maestro relojero que se niega a que la hora final llegue antes de cumplir su propósito.

    Cartas para flotar ligero

    Aquella misiva es solo una de las muchas que ahora emergen en el volumen "Recuerdo", una antología de cartas seleccionadas con mimo por Jonathan R. Eller y publicada en castellano por Minotauro. Este libro nos abre la puerta a la mente de Bradbury como quien desvela un cofre olvidado en un desván: más de 300 cartas que abarcan siete décadas y que componen un mapa único de su universo íntimo. En ellas, encontramos a un Bradbury generoso y radiante, pero también a un hombre inseguro y testarudo, que oscilaba entre la grandeza y los abismos de la duda.

    Las cartas del autor iluminan sus vínculos con personajes que parecen sacados de un sueño improbable: Stephen King, Graham Greene, François Truffaut, Anaïs Nin. A esta última, la definió como "una admiradora fiel" a pesar de que sus visiones sobre Venus fueran irreconciliables. Entre los remitentes más inesperados figuran los presidentes Bush, que lo felicitaron en su día, y el mimo Marcel Marceau, como si los silencios del uno y las palabras infinitas del otro hubieran encontrado un espacio común en sus cartas.

    Cada página de este epistolario respira el aire de un hombre que flotaba ligero por la vida. "Bueno, chicos", escribió en 1951, "pescad, navegad, construid, escribid, echad unas cabezadas, montad a caballo, flotad ligeros por las tardes doradas que se avecinan". En esas líneas está toda su filosofía, un manifiesto que invita a atrapar la belleza fugaz de cada día antes de que se disuelva como el polvo marciano en el viento.

    El miedo no son los robots, es la gente

    En 1974, Bradbury escribió sobre los robots a Brian Sibley, dejando entrever una intuición que resuena hoy en el corazón del debate sobre la inteligencia artificial: "¿Por qué temer algo?, ¿por qué no crear con ello? No me dan miedo los robots. Me da miedo la gente, la gente, la gente. Quiero que sigan siendo humanos". En estas palabras late la paradoja de un hombre que amaba la tecnología, pero adoraba aún más el alma que podría habitarla.

    Para Bradbury, los robots no eran el enemigo; eran un instrumento. "Dios, los adoro", confesaba. En ellos veía una extensión de su voz, un eco que podría enseñar amor, curiosidad y asombro. Es imposible no pensar en cómo miraría nuestro presente, en el que las máquinas parecen tener más conciencia que algunos corazones humanos.

    La melancolía del futuro perdido

    Entre las cartas, una de las más desgarradoras es la que Arthur C. Clarke le envió en 1992, tras la muerte de Isaac Asimov. "Aún estoy triste por lo de Isaac", escribió Clarke, "Empieza a quedarse muy sola la meseta de los dinosaurios, ¿no te parece?". Con estas palabras, dos de los últimos titanes de la ciencia ficción compartían la melancolía de una era que desaparecía, como si los mundos que habían construido se desvanecieran con ellos.

    Bradbury, sin embargo, nunca se rindió al peso de esa soledad. En sus cartas late una fe inquebrantable en el futuro, incluso cuando este parecía dar la espalda a su imaginación. Su deseo de que sus cenizas sean esparcidas en Marte cuando llegue la primera expedición tripulada no es solo un gesto romántico; es un manifiesto de amor por el cosmos, una promesa de que los sueños siempre tienen una segunda oportunidad.

    El mapa de los sueños

    Hoy, Crónicas Marcianas sigue siendo una brújula para imaginar lo que está por venir. Aunque la NASA no haya cumplido con los plazos marcados por Bradbury, su legado es más poderoso que cualquier calendario. Sus cartas, como su literatura, nos enseñan a mirar las estrellas con el asombro intacto de un niño, a soñar con lo imposible y a no temer ajustar las fechas cuando el mundo se queda atrás.

    Bradbury sigue ahí, flotando ligero, dejando que su voz resuene entre las estrellas con la misma maravilla con la que las dibujó. En su correspondencia, como en sus historias, Marte no es solo un planeta. Es un estado del alma, un lugar donde las ideas y los deseos se convierten en eternidad.