Evasión

Andrea Arnold retrata en 'Bird' la vida en los suburbios británicos 15 años después de la genial Fish Tank


    Sara Tejada

    Andrea Arnold vuelve a sumergirnos en el terreno de la miseria y la belleza cotidiana con Bird, una película que mezcla crudeza emocional con una poética visual que conmueve. En esta historia de coming-of-age, seguimos a Bailey (Nykiya Adams), una adolescente que se ve obligada a madurar demasiado pronto en medio de un ambiente hostil, pero que encuentra resquicios de esperanza y humanidad en su día a día. Arnold, conocida por obras como American Honey y Vaca, se reafirma como una cineasta capaz de capturar la complejidad de los márgenes sociales sin caer en el sensacionalismo ni en el sentimentalismo vacío.

    Bailey: un personaje luminoso en medio de la oscuridad

    Bailey es el corazón de Bird, una protagonista que, a pesar de estar rodeada de violencia y abandono, mantiene una resolución que desarma. Interpretada con una naturalidad pasmosa por Nykiya Adams, su actuación emparenta con la honestidad emocional que caracteriza los trabajos de cineastas como Carla Simón. A través de su mirada, la película nos lleva de la desolación a pequeños momentos de ternura y júbilo, como quedarse dormida sobre la hierba o bailar al ritmo optimista de Coldplay, instantes que contrastan con el suelo duro de su realidad.

    Arnold, fiel a su estilo, no busca juzgar ni romantizar a sus personajes. En cambio, retrata con una sensibilidad palpable la complejidad de las relaciones humanas. Esto es evidente en la relación de Bailey con su padre, Bug (Barry Keoghan), un camello y ejemplo de un "mal ejemplo" que, sin embargo, guarda destellos de cariño sincero. Keoghan, en uno de los puntos más altos de su carrera, no solo interpreta a un hombre infantil y problemático, sino que investiga las contradicciones de su personaje, logrando que las breves conexiones emocionales con su hija sean desgarradoramente humanas.

    Un ecosistema visual y sonoro lleno de significado

    Visualmente, Bird es una obra de arte. La fotografía de tonos ocres y desgastados, como si fuera un recuerdo persistente, crea una atmósfera melancólica que envuelve cada escena. Este recurso visual no solo embellece el relato, sino que refuerza la sensación de que estamos ante una memoria, un fragmento de vida tan doloroso como hermoso.

    La banda sonora, presidida por Fontaines D.C., no solo complementa la narrativa, sino que la eleva. Arnold siempre ha sido una directora con un oído exquisito, y en Bird esto se siente como una extensión de las emociones de sus personajes. La música funciona como un refugio, un espacio donde Bailey encuentra algo de alivio en un mundo que constantemente la pone a prueba.

    La poética de lo marginal

    Lo más notable de Bird, como en la imprescindible Fish Tank de hace 15 años, es cómo Arnold se aparta de la fórmula típica del cine "de necesidad". En lugar de centrarse exclusivamente en el sufrimiento, la película encuentra belleza en lo cotidiano y ternura en las relaciones más frágiles. Al añadir un elemento casi fantástico, representado por el misterioso Franz Rogowski, quien aparece como una figura alegórica o fantasma, Arnold amplía el horizonte simbólico del filme. Este personaje, cuya naturaleza nunca se aclara del todo, actúa como una representación de lo inasible: el deseo de escapar, la memoria, o quizás el dolor mismo.

    Bird es un triunfo profundamente humanista que reafirma la capacidad de Andrea Arnold para conectar con las emociones más puras y complejas de sus personajes. Con actuaciones memorables, una narrativa que mezcla crudeza y lirismo, y una dirección impecable, la película no solo invita a la reflexión, sino que nos recuerda que incluso en las circunstancias más adversas, hay espacio para la conexión, la belleza y la pertenencia.