Uno de los estudios más sorprendentes e inquietantes que se han hecho últimamente mostró que muchas personas no disfrutan estando a solas con sus pensamientos. Es más, en muchos casos los participantes en el estudio preferían que les suministraran descargas eléctricas a permanecer un rato a solas. Es como si ese turbador fenómeno que ya conocemos con el nombre de infoxicación, infopolución o infobesidad, tuviera alimentada nuestra mente constantemente, y al interrumpirse el flujo de contenidos sufriéramos una suerte de síndrome de abstinencia.
Una conclusión tan simple como útil de este hecho es que si permanentemente los dispositivos tecnológicos y medios sociales están ocupando lo único que es de verdad nuestro, que es nuestra conciencia, queda poco espacio para que podamos introducir en ella lo que de verdad importa. Por eso una de las claves en cualquier estrategia vital es conectar con nosotros mismos, con nuestro diálogo interno. Con esa voz que representa lo que somos y queremos, y que por tanto marca el rumbo hacia una mejor versión de nosotros mismos.
Desde esta perspectiva, el silencio no es solo la ausencia de ruido, sino una metáfora de ese tiempo y de ese espacio en el que no hay nada más que nosotros mismos. Quizá por ello correr se ha puesto de moda. Porque cuando una persona corre, aún llevando auriculares en sus oídos, permanece aislada del mundo y de otras influencias. Para mucha gente correr representa ese espacio y ese tiempo. Para otras personas, lo que conecta su diálogo interno es caminar, y para muchas otras mirar el fuego de una hoguera o el batir de las olas del mar.
La utilidad del silencio está en conectar con nosotros mismos para saber quienes somos, para averiguar hacia dónde vamos y, desde luego, para llenar nuestra conciencia de aquello que de verdad importa.