Quizá porque sentimos que si dudamos de nuestras ideas más profundas y arraigadas ponemos en peligro nuestra existencia, estamos acostumbrados a defender a capa y espada lo que creemos. En ocasiones estamos tan preocupados por demostrar que tenemos razón que nos dedicamos a elaborar la réplica a nuestro interlocutor en lugar de escuchar lo que nos tiene que decir, lo cual es una de las muestras más notorias de una limitada capacidad de escucha.
Tanto en diálogos entre dos personas como en discusiones colectivas, es a menudo sorprendente como hay personas que, en sus sucesivas intervenciones continúan desarrollando la misma idea, cada vez más convencidas de su propia verdad. Como si, realmente, el resto de las personas no hubieran hablado. Como si, realmente, nada de lo que hayan podido decir tuviera alguna relevancia.
En ocasiones, el defecto de escucha es tan notorio que la persona comienza su nueva intervención exactamente en el mismo punto donde lo dejó, utilizando exactamente las mismas palabras. Algunas veces, incluso su lenguaje no verbal muestra que, mientras en teoría debería estar escuchando a su interlocutor, está repasando mentalmente sus argumentos.
En realidad estas personas no se implican en diálogos, sino en monólogos. Su restringida capacidad de escucha, que no es sino fiel reflejo de la impermeabilidad de su pensamiento, hace imposible la conversación fructífera y la elaboración compartida de ideas.
Intentemos pasar de los monólogos a los auténticos diálogos.