En el modelo del triángulo de la responsabilidad un elemento esencial de la conducta responsable es que la persona tiene que controlar la situación, es decir, tiene que poseer competencias y recursos suficientes como para hacer lo que se le pide. Quizá de las tres categorías de excusas la más contundente, y por eso la más dañina, es cuando el profesional afirma no tener control sobre la situación.
Esta es una de las fuentes de excusas más difíciles de desmontar, puesto que lo que se aduce es, simplemente o nada menos, la imposibilidad de realizar una tarea por falta de control sobre ella. Excusas de este tipo se parecen a “no puedo hacerlo”, “el ordenador se estropeó”, “tengo otras cosas más urgentes que hacer”, “no encuentro ese email”, “lo comenté con el responsable pero no me hizo caso”, “aún no se ha habilitado el presupuesto”, “no aparece en el sistema”, “estoy saturado de trabajo y no me da tiempo”, y un larguísimo etcétera.
Son excusas tan nocivas para la productividad como instaladas en nuestra anatomía, porque conviven con nosotros desde nuestra infancia y juventud, cuando escuchábamos que un compañero no había traído los deberes porque se los había comido el perro, o que alguien no había presentado un trabajo porque su impresora se había roto. Todas estas excusas giran en la órbita de la imposibilidad por falta de control.
Y esta es una de las grandes diferencias entre los profesionales y los trabajadores irresponsables: los primeros tienen motivación de logro y buscan la manera de ganar control sobre las tareas para completarlas. Los segundos encuentran la forma de presentar excusas para desvincularse de ellas. Y lo cierto es que en muchos casos lo consiguen, debilitando a la organización y, lo que es quizá peor para ellos, haciendo mucho menos interesante su trabajo.
Todo el mundo que quiere, puede. O al menos puede intentarlo: no hay excusa.