Hay momentos en la vida en los que todo va bien: todo encaja, todo está en calma, la vida fluye con energía y, en definitiva, ocurre esa tranquilidad inadvertida que normalmente llamamos felicidad. Y, de repente y sin previo aviso, algo ocurre y nuestro mundo se colapsa. No nos convencemos de que el pasado no predice en modo alguno el futuro, ni de que por mucho que hasta el minuto presente hayamos disfrutado de la vida, eso no implica nada acerca de los días venideros, ni siquiera acerca de los minutos venideros.
Lo ilustró ejemplarmente Van Morrison en su tema “Days like this”: mamá me dijo que habría días como este, escribió. Días en los que a pesar de que no hay preocupaciones ni prisas, y de que no se necesitan respuestas porque parece que todo encaja como un puzle, súbitamente salta una chispa y el mundo parece reventar en mil pedazos.
Pero claro, inevitablemente, y de ahí la canción, el ciclo de la vida gira de nuevo y la curva tarde o temprano se vuelve ascendente. Hay que estar preparados para días en los que todo se tuerce y luchar por creer que, siempre, siempre, después de la tempestad llegará la calma. Hay que aceptar las subidas y bajadas, disfrutando de las primeras y aprendiendo de las segundas: otra de esas cosas tan sencillas como difíciles de lograr.
Violet Morrison tenía razón: habrá días como este.
No es nada fácil encajar bien los días malos. Cierto es que todo lo que sube baja, que después de la tempestad llega la calma, etc. Pero no es menos cierto que un mal día puede desde ser simplemente una experiencia algo desagradable hasta arruinar la vida de una persona para siempre.
En cualquier caso, como filosofía de vida, está claro que es mejor poner al mal tiempo buena cara, porque lo que ha de venir no podemos cambiarlo y, mientras tanto, viviremos más felices que si nos quejamos continuamente por los malos días que seguro que llegarán.