Contagiados como estamos por el virus de la era del vértigo y la celeridad, pasamos constantemente de un dispositivo digital a otro, de un transporte a otro y de un día al día siguiente. Queremos cumplir objetivos y hacer más en menos tiempo, y esto nos ha llevado a la idea, solo parcialmente correcta, de que la única manera de ser productivos es acometer tareas constantemente. Por eso quizá sea bueno recordarnos que hay actividades aparentemente inútiles que nos pueden proporcionar grandes beneficios.
La primera es renunciar a hacer. Nuestra cultura, al menos la occidental, nos dice que la mejor manera de resolver un problema es hacer algo al respecto. Es una cultura de la actividad, que solo ve valor en el movimiento. Es como si la inactividad no pudiera nunca ser productiva. Sin embargo, un antiguo pensamiento afirma que hay sabiduría en ver la diferencia entre las cosas que se pueden cambiar y las que no, y en ocuparse solo de las primeras.
A veces, querer resolver los problemas haciendo algo es únicamente hijo de la inquietud que nos provocan. En otras palabras, queremos resolverlos para librarnos de la ansiedad que nos producen, y ello nos lleva a hacer por hacer. Sin embargo, en ocasiones, si no tenemos la solución, no hacer nada es la medida correcta. Son innumerables los momentos de la vida en los que el simple paso del tiempo ha acabado por colocar cada cosa en su lugar, y muchos otros en los que ese mismo paso del tiempo nos ha ayudado a ver los problemas desde una perspectiva nueva. Hacer por hacer no es nunca productivo. A veces es mejor no hacer nada, salvo dedicarse a observar atentamente la forma que van tomando los acontecimientos.